octubre 30, 2013
octubre 27, 2013
octubre 24, 2013
Un poema de John Lennon
“Nos hicieron creer que el “gran amor”, sólo sucede una vez,
generalmente antes de los 30 años.
No nos contaron que el amor
no es accionado, ni llega en un momento determinado.
Nos hicieron creer que cada uno de nosotros
es la mitad de una naranja, y que la vida sólo tiene sentido
cuando encontramos la otra mitad.
No nos contaron que ya nacemos enteros,
que nadie en nuestra vida merece
cargar en las espaldas
la responsabilidad de completarlo que nos falta.
Las personas crecen a través de la gente.
Si estamos en buena compañía es más agradable.
Nos hicieron creer en una fórmula llamada "dos en uno":
dos personas pensando igual,
actuando igual...
que era eso lo que funcionaba!
No nos contaron que eso tiene un nombre: anulación.
Que sólo siendo individuos con personalidad propia
podremos tener una relación saludable.
Nos hicieron creer que el casamiento es obligatorio
y que los deseos fuera de término, deben ser reprimidos.
Nos hicieron creer que los lindos y flacos son más amados.
Nos hicieron creer que sólo hay una fórmula para ser feliz,
la misma para todos, y los que escapan de ella
están condenados a la marginalidad.
No nos contaron que estas fórmulas
son equivocadas, frustran a las personas, son alienantes,
y que podemos intentar otras alternativas.
Ah, tampoco nos dijeron que nadie
nos iba a decir todo esto: cada uno lo va a tener que descubrir solito.
Y entonces,
cuando estés “enamorado de ti mismo"
podrás ser feliz y te enamorarás de Alguien.
Vivimos en un mundo
donde nos escondemos para hacer el amor
aunque la violencia se practica a plena luz del día."
John Lennon
octubre 21, 2013
octubre 18, 2013
octubre 15, 2013
¿Qué cuántos años tengo?
Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...
¡Qué importa éso!
Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen porqué decir: Eres muy joven... no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo. Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas...
Valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.
JOSÉ SARAMAGO
Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...
¡Qué importa éso!
Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen porqué decir: Eres muy joven... no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo. Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas...
Valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.
JOSÉ SARAMAGO
octubre 12, 2013
DOS poemas de VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ
ANIMALES PERDIDOS
No eran buenos tiempos.
Me acababa de separar de mi mujer
y había tenido que dejar mi casa en el campo
y alquilar un apartamento
en el extrarradio de la gran ciudad.
Escribía fumaba bebía
y de vez en cuando lloraba
al contemplar asomado a la ventana
la desolación del paisaje:
los bloques inhóspitos de hormigón en la niebla
el cansancio en los ojos de los transeúntes
y el tráfico ensordecedor de la gran avenida.
Por primera vez en 40 años
me encontraba solo en la tierra.
R, la vecina del 6º,
adoptaba animales perdidos.
Se había quedado viuda hacía 2 años
y recogía por la calle
perros vagabundos y enfermos.
Uno de ellos, N, carecía de extremidades
y estaba inmovilizado y ciego.
R le había construido
una especie de cuna acolchada
y le daba en ella de comer con los dedos.
Algunas noches N, agitado en sus sueños,
se caía de su lecho
e incapacitado para cualquier movimiento
aullaba desesperadamente
hasta que R se levantaba
y le volvía a colocar en la cesta.
Yo le escuchaba desde la soledad
de mi cuarto oscuro
y su aullido me desgarraba por dentro:
aquel sollozo infinito y lánguido y triste.
Tumbado en la cama,
incapaz de dormir,
fumaba un cigarro tras otro
y añoraba el norte perdido,
el calor y el rumbo perdido,
naufragando una y otra vez
en los mismos recuerdos.
No eran buenos tiempos:
nada me satisfacía llenaba
todo me estremecía
todo me hacía llorar.
Por primera vez en 40 años
me encontraba solo en la tierra.
Y me gustara o no,
tarde o temprano,
también solo debería reanudar el camino.
JARDÍN INTERIOR
En una terraza
de unos 2 metros
cuadrados
frente
a la autovía
macetas con
tomates pimientos
cilantro maría
las plantas
de mi nuevo jardín.
Nada que ver
con el anterior
exuberante
y frondoso.
Pero todas
las mañanas
al despertarnos
lo regamos juntos.
Y está
dando frutos.
Vicente Muñoz Álvarez
De su libro ANIMALES PERDIDOS
Editorial Baile del Sol
octubre 08, 2013
HISTORIA DE UNA HORA
Sabiendo que la señora Mallard padecía del
corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la
muerte de su marido.
|
Fue su
hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e
insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de
su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien
se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia
del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la
lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para
asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había
precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y
considerado, diera la triste noticia.
|
Ella no
escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con
paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se
echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su
hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación,
sola. No quiso que nadie la siguiera.
|
Frente a
la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por
el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su
espíritu, se hundió en él.
|
En la
plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando
por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el
delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba
sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que
alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los
aleros.
|
Retazos
de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana,
en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.
|
Se
sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi
inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía,
como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en
sus sueños.
|
Era
joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban
contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión
opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de
cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien
ensimismamiento.
|
Sentía
que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No
lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía
surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos,
los aromas y el color que impregnaban el aire.
|
Su
pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se
aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan
débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos.
Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita.
La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y
la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus
ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y
el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.
|
No se
detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una
percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como
algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y
frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre
la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá
de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar
que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la
bienvenida.
|
No
habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría
las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la
suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen
tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la
intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos
delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo
consideraba.
|
Y a
pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué
importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar
frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más
poderoso de su ser!
|
"¡Libre, libre en cuerpo y alma!" continuó susurrando.
|
Josephine,
arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la
cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta,
te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo,
Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”
|
“Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.
|
Su
imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella:
días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo
suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y
pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la
vida pudiera durar demasiado!
|
Por fin
se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía
los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una
diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas
descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.
|
Alguien
intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un
poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas.
Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que
había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante
grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su
esposa no lo viera.
|
Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón -de la alegría que mata.
KATE CHOPIN
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octubre 05, 2013
Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar en el que tus huesos y los mios sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas rotas, tu pecho.) Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente.
John Berger
De su libro Páginas de la herida
Imagen de la web cristales de fosfato de calcio
octubre 01, 2013
Desde niña he sido mala,
con el corazón helado y difícil. Recuerdo su rostro y su pequeño cuerpo asomado
a la ventana del hospital. Agitaba la mano para saludarme y sonreía despeinada
y pálida, y gritaba desdentada, ‘hermana, hola hermana’. Yo saludaba con
desgana, con el gesto hastiado y enseguida miraba hacia otro lado para que me
dejara en paz, para no seguir viendo esos ojos que me atrapaban como un hilo
cosido con fuerza y con ternura. En aquella ventana vive una parte de nosotras,
de ahí jamás regresamos enteras.
MARÍA JESÚS SILVA
Fotografía: ROBERTO HERRERO
Fotografía: ROBERTO HERRERO
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