diciembre 29, 2013

El insomnio es una cadena
El insomnio es un lazo
El insomnio es un círculo vicioso


Ahora mismo
Dentro de mi cabeza
Dentro de los huesos


Gira mi cuello
Se mueve el cartílago
Me gusta el ruido de mis huesos


En medio de esta emergencia
Pienso en ti
Y sólo en ti


En medio de esta sangre insomne
Tus labios rosados
Tus brazos extendidos hacia arriba


No puedo respirar sin ti
Pero este círculo de costillas
Sigue funcionando por su cuenta

17/5/82
Lancaster, Ca.
SAM SHEPARD

diciembre 27, 2013

diciembre 24, 2013

¡¡¡FELIZ NAVIDAD PARA TODOS!!!
OJALÁ ESTÉIS BIEN DONDE ESTÉIS
 

diciembre 22, 2013

"No conozco la proporción exacta, pero siempre he pensado que por cada hora pasada en compañía de seres humanos, eran necearías x horas pasadas solo. Ignoro el valor de esa x, dos horas y siete octavos, pero es una cantidad considerable."

GLENN GOULD

diciembre 19, 2013

'Esclavos del Agua' encontrando su lugar en Madrid, quedan pocos días para los conciertos, los marabúes recobran sus fuerzas después de miles de kilómetros de travesía. 20 y 21 en Las Naves del Español de Matadero. 22h.

diciembre 17, 2013

Francisco Javier Irazoki en Ávila: el miércoles 18 de diciembre a las 17 h el poeta Francisco Javier Irazoki hablará de su libro Los hombres intermitentes y de su trabajo creativo en el club de lectura de la Universidad de Salamanca en Ávila, dirigido por la profesora de literatura María José Bruña, Escuela de Educación y Turismo, calle Madrigal de las Altas Torres, 3. Entrada libre. (Ediciones Hiperión, Demipage Editorial).

diciembre 13, 2013

HE LEÍDO


LA ALMENDRA
Memorias eróticas de una mujer árabe
Nedjma

Traducción de Cora Cebza
Editorial Maeva

El libro está escrito en primera persona, con tono autobiográfico va narrando los recuerdos de una parte de la vida de Badra. Un tiempo espinoso en el que a raíz de tomar una decisión drástica su vida cambia y empieza a conocer sentimientos y sensaciones desconocidas hasta ese momento.

Es un testimonio atrevido. Escribir sobre sexo no es fácil siendo árabe y teniendo arraigadas unas creencias y unas costumbres que deben de perdurar por encima de lo personal, de los deseos y los sentimientos.

En el prólogo dice que es ante todo una historia de alma y carne, que versa sobre el amor y que llama a las cosas por su nombre... Un relato que levanta como una copa, a la salud de todas las mujeres árabes, para quienes recuperar la palabra confiscada en relación con el cuerpo equivale a curar a medias a sus hombres.

Badra es obligada por su familia a casarse con un hombre insensible y harta de las vejaciones a las que la somete y de las acusaciones de sus cuñadas por no poder tener hijos, decide escaparse y llega a Tánger, a casa de su tía. Allí conoce a Driss, un médico burgués, y junto a él descubre los placeres carnales y experimenta el amor sensual. Badra va relatando estas experiencias alternándolas con recuerdos de la infancia, adolescencia y con episodios de su frustrante experiencia conyugal. Así rompe el silencio de las mujeres árabes y habla sobre sexualidad, sueños eróticos y vida íntima.

Un fragmento:

¿La felicidad? Es hacer el amor por amor. Es el corazón que amenaza con reventar a fuerza de latir, cuando una mirada inenarrable se posa en tu boca, cuando una mano te deja un poco de sudor en el hueco de la rodilla izquierda. Es la saliva del ser amado que fluye por tu garganta, edulcorada, transparente. Es el cuello que se alarga, se libera de sus nudos y fatigas, deviene el infinito porque una lengua lo recorre en toda su extensión. Es el lóbulo de la oreja que pulsa como un bajo vientre. Es la espalda que delira e inventa sonidos y estremecimientos para decir “te amo”. Es la pierna que se levanta, aquiescente, las bragas que caen como una hoja en otoño, inútiles y molestas. Es una mano que se adentra en el bosque de los cabellos, despierta las raíces y las riega, pródiga, con su ternura. Es el terror de tener que abrirse y la increíble fuerza de ofrecerse, cuando todo en el mundo constituye un pretexto para llorar. La felicidad de Driss, erecto por primera vez dentro de mí, y cuyas lágrimas goteaban en el hueco de mi hombro. La felicidad era él. Era yo.

El resto sólo eran fosas comunes y vertederos.

diciembre 10, 2013

Fácil sería demostrar que desde las Cruzadas hasta los últimos conatos de revoluciones, la historia de Europa ha estado movida por utopías, por grandes imposibles. Y, sin embargo, de esos delirios ha salido la historia efectiva. Y más aún que como realidades, bien tristes si se las mira sin dejarse deslumbrar por su gloria, conmueve por lo que tienen de monumentos funerarios de las esperanzas europeas, de las concreciones que en forma de empresas ha tomado la esperanza europea. Son sus rastros, las huellas en la arena del tiempo de su anhelo. Son las cenizas de sus sueños.

MARÍA ZAMBRANO

diciembre 07, 2013


Poesía vertical 24

Darlo todo por perdido.
Allí comienza lo abierto.

Entonces cualquier paso
puede ser el primero.
O cualquier gesto logra
sumar todos los gestos.

Darlo todo por perdido.
Dejar que se abran solas
las puertas que faltan.

O mejor:
dejar que no se abran.

ROBERTO JUARROZ

diciembre 05, 2013


La intensidad no la marca el tiempo sino la emoción que reside dentro de uno...

Albert Espinosa

diciembre 03, 2013

Una pequeña maravilla para empezar diciembre...


noviembre 27, 2013


EL DESORDEN DE NOVIEMBRE, está en la calle.

La presentación será en Palma de Mallorca el día 28 de noviembre, librería La biblioteca de Babel
c/ Arabi 4, a las 20:00 hrs, con Jorge Espina.

Y en Madrid el día 2 de diciembre a las 19:30 hrs, en la librería Alberti, calle Tutor 57, con Juan Gracia Armendáriz.

A veces los milagros ocurren. Mil gracias a los dos.
Si os apetece pasaros estaré encantada de que me acompañeis. Será un lujo teneros a mi lado

Os dejo un poema:

El cenicero

Las colillas
se retuercen en el cenicero

entre papeles

y trozos de galleta donde Picasso desdibuja.



El peso de la ceniza

mide las horas

arranca polvo

se abraza a un pulmón de acero

que espera

al camión de la basura.

María Jesús Silva


noviembre 22, 2013

Autopista

Malva Marina era la hija deficiente que Neruda no volvió a ver desde que la niña tuvo dos años. Murió en 1942 a los ocho años, y está enterrada en el cementerio de Gouda, en Holanda. Cuando en las vidas de las personas sucede algo que sobrepasa a su capacidad de asimilación, algo sobre lo que no se había pensado nunca (porque se consideraba impensable), la primera reacción es el rechazo, la huída. Yo tuve la suerte, en una situación parecida, de no poder huir. Neruda no tuvo esa suerte. Pero pienso que un día el poeta supo que amar no consiste en recibir sino, sobre todo, en dar. No hay nada en el mundo capaz de cerrar una herida como esta: la violencia de su silencio y de sus huidas creo que así lo confirman.

Joan Margarit
Una nota de su libro Cálculo de estructuras

noviembre 18, 2013

Elsa López (Guinea Ecuatorial, 1943). Catedrática y Doctora en filosofía. Ella dice: Llas palabras, para mí, son una vía para expresar la esencia de las cosas; para crear un discurso propio sobre la realidad en la que nos encontramos. Escribo sobre lo que no tengo. Escribo sobre lo que carezco o poseo en pequeñas medidas o en medidas desproporcionadas a mis deseos.Creo que las palabras se proyectan sobre los objetos o los sentimientos que nos rodean y, por lo tanto, son una fuente inagotable de riqueza. La intemporalidad de esos objetos y de esos sentimientos, configuran la magia de la escritura.'


Shankara era el camino por el que te perdías.
El hombro sin espacios
por el que te enredabas a mi pelo mojado.
Shankara era encinas, las fosas de tu cuerpo,
mis besos sin medida mordiéndote la sangre.
mandarinas de oro cayendo en el asfalto
y tu sueño rendido a la luz de febrero,
mucho antes, quizás, de llegar a Shankara.

 **

Recuerdo el amor que me nacía al tiempo de la lluvia.
Recuerdo los baúles y las colchas de hilo,
las flores de lavanda volando por espacios abiertos y felices,
aquella despiadada multitud de grillos debajo de las lápidas,
y tus besos, pan y aceite, detrás de los postigos.

Recuerdo aquellos días cuando tú me besabas
tras las torres caídas del castillo y las olas.
Y recuerdo las noches naufragando tu cuerpo
en aquella penumbra universal del hambre.

Yo entonces era otra.
Pero no he renunciado ni al amor ni a la herida.


 **

 Me importaban un carajo las mareas,
el aire que respiras
y ese montón de hormigas
que pisas al mirarme.
(A mí lo que me importan son tus piernas,
el tono algo inquietante de tu melancolía
y esa forma que tienes de quererme
cuando estás frente al mundo)

Elsa López 
Antología Sharon Keefe Ugalde, 2007 En Voz Alta. Poesía Hiperión

noviembre 16, 2013





El infierno no estaba en ninguna parte, era esto.


Philip K. Dick
Fotografía de Marina Núñez, La locura

noviembre 13, 2013


La forma de querer tú...

La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.

PEDRO SALINAS

noviembre 05, 2013

Aquí. Hoy

Ya somos el olvido que seremos.

El polvo elemental que nos ignora

y que fue el rojo Adán y que es ahora

todos los hombres y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas

del principio y del término, la caja,

la obscena corrupción y la mortaja,

los ritos de la muerte y las endechas.

No soy el insensato que se aferra

al mágico sonido de su nombre;

pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá que fui sobre la tierra.

Bajo el indiferente azul del cielo

esta meditación es un consuelo.

(Soneto inédito o apócrifo de Borges)



noviembre 01, 2013

La Felicidad

Cuando llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El regatón de la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas diminutas. Los árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo gris azulado, transparente. El auto de línea paraba justamente frente al cuartel de la Guardia Civil. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía frío. Solamente una bombilla, sobre la inscripción de la puerta, emanaba un leve resplandor. Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia, esperaban la llegada del correo. Al descender notó crujir la escarcha bajo sus zapatos. El frío mordiente se le pegó a la cara. Mientras bajaban su maleta de la baca, se le acercó un hombre.

—¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico? —le dijo.
Asintió.
—Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle. Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.
—He de decirle una cosa, don Lorenzo.
—Usted dirá.
—Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.
—Pero, a mí me dijeron…
—¡Sí, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que no se pueden comprometer a dar de comer… Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas… Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni cocinar deben saber… Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así. —Bien, pero en alguna parte he de vivir…
—¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará…


Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!


—No se me altere… Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una pobre loca.
—¿Loca…?
—Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga… Por lo demás, es limpia, pacífica y muy arreglada.
—Pero loca… ¿qué clase de loca?
—Nada de importancia, don Lorenzo. Es que… ¿sabe? Se le ponen «humos» dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo… ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así, como se prepara!
La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.
—Bienvenido a esta casa —le dijo.
Su sonrisa era dulce. La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.
—Usted dormirá en el cuarto de mi hijo —explicó, con su voz un tanto apagada—.
Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito! Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles. El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas en un ángulo. La mujer cruzó las manos sobre el pecho:
—Aquí duerme mi Manolo —dijo—. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!
—¿Cuantos años tiene su hijo? — preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.
—Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos…!
Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:
—Perdone, ya me figuro: son las tonterías que digo… ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses. Desde entonces…
Se encogió de hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo: —Perdone, ¿le sirvo ya la cena?
—Sí, enseguida voy.
Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.
—Tengo vino… —dijo ella, con timidez—. Si usted quiere… Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.
—¿Qué hace su Manuel? —preguntó él. Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer —¿loca? ¿qué clase de locura sería la suya?— también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.
—Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avisado!. Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.
—Ya ve usted, mi Manolo…
Eran unos zapatos sencillos, nuevos, de ante gris.
—Muy bonitos.
—No hay cosa en el mundo como un hijo —dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja—. Ya le digo yo: no hay cosa igual.
Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.
—Ya ve usted —dijo Filomena, mirando hacia la lumbre—. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida. Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz. Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar… ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuándo aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego… Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena.Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer.
«Se está bien aquí —pensó—. No creo que me vaya de aquí.»
La mujer se levantó y retiró los platos.
—Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.
—Me gustará mucho conocerle —dijo Lorenzo—. De verdad que me gustará.
—Loca, me llaman —dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también—. Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!
—Locos son los otros —dijo Lorenzo, ganado por aquella voz—. Locos los demás.
Se levantó. La mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad —ancha, lejana, vaga— rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música.
A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta: —Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle…
Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:
—Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado… Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.
Le interrumpió, con sequedad:
—No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí. Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.
—¿Aquí? Lorenzo sintió una irritación pueril.
—¡Esa mujer no está loca! —dijo—. Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive…, sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad…
Atilano miró al suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo: —No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.


Ana María Matute 

octubre 30, 2013


Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo.

Julio Cortázar

octubre 27, 2013

El ciervo saltó,
el salto continuaba.

Yo no lo vi.

No era un ciervo,
era una saeta encendida,
una decisión acertada
en busca de su blanco.

Luego se apagó
en un silencio de ángel.

Todo quedó olvidado
y dispuesto para el comienzo.

Así me lo contaron.

AGUSTÍN DE JULIÁN
De su libro Ciervos

octubre 24, 2013

Un poema de John Lennon




“Nos hicieron creer que el “gran amor”, sólo sucede una vez,

generalmente antes de los 30 años.

No nos contaron que el amor

no es accionado, ni llega en un momento determinado.

Nos hicieron creer que cada uno de nosotros

es la mitad de una naranja, y que la vida sólo tiene sentido

cuando encontramos la otra mitad.

No nos contaron que ya nacemos enteros,

que nadie en nuestra vida merece

cargar en las espaldas

la responsabilidad de completarlo que nos falta.

Las personas crecen a través de la gente.

Si estamos en buena compañía es más agradable.

Nos hicieron creer en una fórmula llamada "dos en uno":

dos personas pensando igual,

actuando igual...

que era eso lo que funcionaba!

No nos contaron que eso tiene un nombre: anulación.

Que sólo siendo individuos con personalidad propia

podremos tener una relación saludable.

Nos hicieron creer que el casamiento es obligatorio

y que los deseos fuera de término, deben ser reprimidos.

Nos hicieron creer que los lindos y flacos son más amados.

Nos hicieron creer que sólo hay una fórmula para ser feliz,

la misma para todos, y los que escapan de ella

están condenados a la marginalidad.

No nos contaron que estas fórmulas

son equivocadas, frustran a las personas, son alienantes,

y que podemos intentar otras alternativas.

Ah, tampoco nos dijeron que nadie

nos iba a decir todo esto: cada uno lo va a tener que descubrir solito.

Y entonces,

cuando estés “enamorado de ti mismo"

podrás ser feliz y te enamorarás de Alguien.

Vivimos en un mundo

donde nos escondemos para hacer el amor

aunque la violencia se practica a plena luz del día."


John Lennon

octubre 21, 2013



-1-
En el foso de cristal
habia hojas
se quedaban atrapadas
en el fondo de cantos
se lanzaban
contra la pared transparente
dando volteretas
enloquecidas en el principio del otoño.

MARÍA JESÚS SILVA

octubre 18, 2013



 AUTOEUTANASIA SENTIMENTAL


Me quité de en medio

por no estorbar,

por no gritar

... más versos quejumbrosos.

Me pasé muchos días sin escribir,

sin veros,

sin comer más que llanto.

Gloria Fuertes

octubre 15, 2013

¿Qué cuántos años tengo?

Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...

¡Qué importa éso!
Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen porqué decir: Eres muy joven... no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo. Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas...
Valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.

JOSÉ SARAMAGO



octubre 12, 2013

DOS poemas de VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ


ANIMALES PERDIDOS

No eran buenos tiempos.

Me acababa de separar de mi mujer

y había tenido que dejar mi casa en el campo

y alquilar un apartamento

en el extrarradio de la gran ciudad.

Escribía fumaba bebía

y de vez en cuando lloraba

al contemplar asomado a la ventana

la desolación del paisaje:

los bloques inhóspitos de hormigón en la niebla

el cansancio en los ojos de los transeúntes

y el tráfico ensordecedor de la gran avenida.


Por primera vez en 40 años

me encontraba solo en la tierra.


R, la vecina del 6º,

adoptaba animales perdidos.

Se había quedado viuda hacía 2 años

y recogía por la calle

perros vagabundos y enfermos.

Uno de ellos, N, carecía de extremidades

y estaba inmovilizado y ciego.

R le había construido

una especie de cuna acolchada

y le daba en ella de comer con los dedos.

Algunas noches N, agitado en sus sueños,

se caía de su lecho

e incapacitado para cualquier movimiento

aullaba desesperadamente

hasta que R se levantaba

y le volvía a colocar en la cesta.

Yo le escuchaba desde la soledad

de mi cuarto oscuro

y su aullido me desgarraba por dentro:

aquel sollozo infinito y lánguido y triste.

Tumbado en la cama,

incapaz de dormir,

fumaba un cigarro tras otro

y añoraba el norte perdido,

el calor y el rumbo perdido,

naufragando una y otra vez

en los mismos recuerdos.

No eran buenos tiempos:

nada me satisfacía llenaba

todo me estremecía

todo me hacía llorar.

Por primera vez en 40 años

me encontraba solo en la tierra.

Y me gustara o no,

tarde o temprano,

también solo debería reanudar el camino.


JARDÍN INTERIOR


En una terraza

de unos 2 metros

cuadrados

frente

a la autovía

macetas con

tomates pimientos

cilantro maría

las plantas

de mi nuevo jardín.

Nada que ver

con el anterior

exuberante

y frondoso.

Pero todas

las mañanas

al despertarnos

lo regamos juntos.

Y está

dando frutos.

Vicente Muñoz Álvarez

De su libro ANIMALES PERDIDOS

Editorial Baile del Sol

octubre 08, 2013

HISTORIA DE UNA HORA

Sabiendo que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.
Fue su hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia. 
Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera. 
Frente a la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.
En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.
Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.
Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sus sueños.
Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien ensimismamiento.
Sentía que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.
Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.
No se detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.
No habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.
Y a pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser!
"¡Libre, libre en cuerpo y alma!" continuó susurrando.
Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”
“Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.
Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la vida pudiera durar demasiado!
Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.
Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.
Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón -de la alegría que mata.
 
KATE CHOPIN

octubre 05, 2013


Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar en el que tus huesos y los mios sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas rotas, tu pecho.) Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente.

John Berger
De su libro Páginas de la herida
Imagen de la web cristales de fosfato de calcio

octubre 01, 2013




Desde niña he sido mala, con el corazón helado y difícil. Recuerdo su rostro y su pequeño cuerpo asomado a la ventana del hospital. Agitaba la mano para saludarme y sonreía despeinada y pálida, y gritaba desdentada, ‘hermana, hola hermana’. Yo saludaba con desgana, con el gesto hastiado y enseguida miraba hacia otro lado para que me dejara en paz, para no seguir viendo esos ojos que me atrapaban como un hilo cosido con fuerza y con ternura. En aquella ventana vive una parte de nosotras, de ahí jamás regresamos enteras.
MARÍA JESÚS SILVA 
Fotografía: ROBERTO HERRERO