julio 26, 2015

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La Felicidad de estar perdido

Kepa Murua


Editorial: La isla de siltolá 2015



Empiezo a leer el libro y a medida que avanzo descubro que no hay otro hilo conductor que no sea la Felicidad. Los diferentes sentimientos, sensaciones, estados, nos vuelven una y otra vez a la felicidad. Nada se sale de ella en estos versos.

El libro consta de 38 poemas, uno dedicado a Jürgen (su hijo), otra forma de felicidad, ser padre y dar incondicionalmente desprenderse de lo propio en favor de lo que nunca será reclamado.

Poemas que se pueden leer como si fueran un poema largo en el que se va solapando conceptos, sentimientos, unos complementan a los otros, en unos hay preguntas, en otros respuestas y otros solo pensamientos:


“El pájaro vuela

como una señal del destino” 


Leyendo el libro se exploran los diferentes puntos de felicidad y los diferentes grados. Kepa Murua nos muestra una especie de decálogo de felicidad y las consecuencias:


“Las estrellas del tiempo fugaz”


La felicidad de lo pequeño, de esas pequeñas cosas que hacen de ello lo grande.


Hay un monólogo implícito en estos poemas un fluir desbocado de los pensamientos sobre esa felicidad, sobre el concepto que nos lleva a pensar que somos felices o que lo fuimos:


¿Éramos felices cuando creímos serlo? 


Vivencia y evolución. Vivir de la mejor forma posible el presente que es lo que tenemos y donde nos encontramos.

También nos habla de la existencia de una felicidad a destiempo, esa felicidad de la ausencia, del llanto, de la nada:


“Quizá la ausencia

se libre de esa batalla perdida”  


Se percibe la mística, no en el concepto ortodoxo, sino en su hondura, en esa manifestación se perfila, en ese hablar, en ese fuego que devora los sentimientos más auténticos, mientras se interroga y se reclama a un ser divino, hombre o mujer da igual.

Estos poemas nos hablan también de la renuncia como forma de felicidad, vivir entonces con lo indispensable (también sentimentalmente) y hallar la paz en lo que somos.

Aparece así la idea de felicidad contradictoria, esa felicidad que se obtiene de la infelicidad, como el pensamiento que describe Platón en el mito de la caverna:


“Mientras vemos como corre el mundo

a toda prisa

y nosotros estamos en el mismo sitio” 


1-      La imagen sería: la felicidad

2-      Los diferentes sentimientos y las vivencias/dolor/afecto, por las que vamos avanzando.

La conclusión podría ser que nosotros somos los buscadores de la felicidad y en esa búsqueda nos vamos encontrando y la vamos encontrando o rechazando. Es un camino lleno de hombres, mujeres, objetos que nos hablan o callan, nos enseñan o nos esconden.



María Jesús Silva

Un poema:

La felicidad de encontrar el silencio
en medio del ruido.
La alegría después del lamento.
La calma después del duelo.
La paz en medio de una batalla
perdida de antemano.

La vida no es una guerra
sino un despertar continuo
entre los escombros
que vamos dejando a nuestra vera
y las ruinas que nos abrigan el paso
mientras seguimos atentos
a un camino imaginario.
(...)

Y sin embargo, fuimos felices
porque nos amaron
y amamos como nunca antes
habíamos amado
alguna vez.
(...)

 Kepa Murua


julio 15, 2015

Dos poemas de Inmaculada Mengíbar

 



BUENA DISPOSICIÓN

¿Para tres días tantas maletas?
Me pregunta

Él viene con lo puesto. (No lo puedo creer.
¿Es que no va a cambiar
siquiera de chaqueta?)

Al instante me acuerdo de unos versos de Donne.
(Como un feliz reproche): Ea, pues,
¿qué más ropa necesitas que un hombre?

 ********

  ¿NO SE TE OLVIDA NADA? 

Desayunar croissants en hoteles de mil
estrellas.
Despertar
viendo el mar a través de palmeras
inmensas,
buscándonos después de habernos
sumergido
en nuestras propias olas
y volver a la orilla entre risas de sol y zumo de
naranja
empapados de besos. La droga de vivir
pendiente de la droga que era tenerte cerca
(aunque pensar en ti
fue también una forma de tenerte conmigo
durante tantos años),
el terror de los sueños a hacerse realidad
y un miedo inconfesable a no tener excusas,
todo parece hoy tan lejano y tan mío.
Escapar de algo juntos hacia nunca.
Hacia siempre.
O dejar que el azar hiciera de las suyas
y eso nos perdiera.
Escapar de algo juntos.
Tener la vida entera para escondernos
y (¿por qué no me dijiste todo esto,
entonces?)
tener el tiempo justo para meterlo todo
en un poco de tiempo:
la playa, las camisas, los paseos, los libros,
los ratos de silencio, las caricias, las huidas,
las trampas peligrosas donde caemos a
veces,
las palabras que al fin terminan
rescatándonos,
esos vaqueros claros,
la cinta de Iggy Pop que te grabó tu hijo,
los pantalones negros que te sientan tan
bien,
y la cena de anoche,
el postre que pedí de nueces y de fresas,
lo que estuviste a punto de decirme
y callaste.
Desayunar croissants en hoteles de mil
estrellas.
Despertamos
entre un oleaje de coches que se abren
como barcas al mar
–la Gran Vía bebiendo el sol de la mañana–
y un cielo transparente de agua mineral.
La droga de vivir.
Tener el tiempo justo para meterlo todo
en un poco de tiempo:
la chaqueta de cuero que llevabas
el primer día, los planes para volver a vernos,
el colchón en el suelo,
las bebidas de anoche a medio terminar,
una imagen de ti con el pelo mojado
saliendo de la ducha,
el tacto de tu piel todavía en mis dedos,
los vaqueros oscuros,
esa camisa blanca que te sienta tan bien,
las ganas de reír en plena madrugada.
Vámonos. Todo listo.
¿No se te olvida nada?
Ya en el taxi,
Buscábamos palabras para decir adiós
y encontrábamos besos.
Y después, al llegar a la sala de embarque…
Mejor no recordar el aeropuerto
(La realidad no dura mucho tiempo.)

julio 01, 2015

¡¡¡¡FELIZ VERANO!!!!



El gato

Muchas cosas desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché una mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier fábula que le fuera favorable.
De modo que cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis la historia –para mí, sobretodo– de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como mirar y oír una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su capacidad de ser creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa.

Yo llegaba, una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar los rumores que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi ausencia.
John era un inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces lástima, nunca maldad.
Bebimos y hubo un largo silencio: John parecía meditar indeciso con el ceño fruncido.
Dejó su vaso sobre la mesa y me dijo, conservando su actitud de piernas cruzadas y de resuelto perfil:

–Era francesa y tú la conoces. Tal vez lo sepas porque estábamos prácticamente casados. Sólo nos faltaba el sacerdote, el juez y la llegada de unos muebles viejos y caros de los que no quería desprenderse. Bisabuelos y abuelos y padres, casi toda la historia de Francia. A mí sólo me importaba ella, Marie. Ya puedes buscar entre todas las Maries que recuerdes. Estaba loco y a veces pensé que era una locura sexual. Verla, bastaba; oler un pañuelo olvidado, bastaba; entrar al baño después de que ya había salido. Nos veíamos todas las semanas, aquí o en París. Dos o tres días seguidos. Íbamos y volvíamos. Y mi deseo aumentaba cada vez y yo me entregaba a él, escarbaba en él; quería más y más. Y cada más era como un escalón que me impulsaba a pisar otro. Siempre en descenso porque yo sabía que estaba perdiendo salud y cerebro.

Sin dejar de ofrecerme un hombro, hizo una seña a Jeeves y vinieron dos vasos: dry martini para él y un gin tonic para mí. Encendió la pipa (él sabía que fumar apresuraría mi muerte) y estuvo un rato pensando, casi sonriendo con labios que no endulzaba la alegría. Como ocurre siempre en esta clase de cuentos me mantuve en silencio, esperando; fui recompensado, Johny dijo sin mirarme:

–Al gato lo bauticé Edgar. Y no porque fuera un gato negro con símbolos de horror, blancos, en su pecho.
–Una noche en que Marie, como estaba planeado, llegó al aeropuerto. La recibí, tomamos cócteles con la alegría de siempre, brindamos por la felicidad matrimonial. Esto no hace reír, pero es cómico. Fuimos a cenar y luego a mi departamento. No te dije, porque no lo sé y tal vez no me importe, que la portera y semipatrona estaba encaprichada conmigo o, simplemente, me odiaba sin pausa. Algo de eso.

Entramos y encendí la luz. Ella no había estado nunca allí. Miró alrededor con una sonrisa que era de aprobación antes de haber nacido. Y vio, vimos, en medio de la gran cama, con su colcha blanca de señorita, un gato negro, grande, gordo. Un gato que yo veía por primera vez y que parecía acostumbrado a ronronear allí. Con las patas dobladas bajo el pecho nos miró con ojos curiosos y volvió a cerrarlos. Hasta hoy no sé cómo pudo haber entrado. Sospecho, apenas. Me adelanté para acariciarle el lomo y la garganta y entonces ella explotó. Que echara el gato inmundo, que iba a llenar la cama de pulgas. A gritos y pateando el suelo. Yo encendí un cigarrillo y abrí la puerta. Le dije que me había hecho feliz encontrar por sorpresa que alguien nos daba la bienvenida. Ella me trató de estúpido y golpeó las manos hasta que el gato corrió hacia la puerta y la sombra del pasillo. Bueno, vamos a tomar otro vaso porque ya basta como prólogo. Lo que ocurrió es simple y para mí muy trabajoso de explicar. En aquel momento resolví que yo nunca podría casarme con aquella mujer; que era imposible vivir con ella, ser feliz con ella. No se lo dije entonces y el resto de la noche, hasta el cansancio de la madrugada, pasaron como lo presentíamos y lo deseábamos.

Bebió de un trago, encendió nuevamente la pipa y sonrió alegre y desafiante. Ahora se volvió para mirarme los ojos y dijo:

–Lo que explica para cualquier tipo inteligente porque desde entonces solo he tenido aventuras y me he propuesto que duren poco.

 Cuento de Juan Carlos Onetti