diciembre 29, 2013
diciembre 27, 2013
diciembre 22, 2013
diciembre 19, 2013
diciembre 17, 2013
Francisco Javier Irazoki en Ávila: el miércoles 18 de diciembre a las 17 h el poeta Francisco Javier Irazoki
hablará de su libro Los hombres intermitentes y de su trabajo creativo
en el club de lectura de la Universidad de Salamanca en Ávila, dirigido
por la profesora de literatura María José Bruña, Escuela de Educación y Turismo, calle Madrigal de las Altas Torres, 3. Entrada libre. (Ediciones Hiperión, Demipage Editorial).
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Francisco Javier Irazoki
diciembre 13, 2013
HE LEÍDO
LA ALMENDRA
Memorias eróticas de una mujer árabe
Nedjma
Traducción de Cora Cebza
Editorial Maeva
El libro está escrito en primera persona, con tono autobiográfico va narrando los recuerdos de una parte de la vida de Badra. Un tiempo espinoso en el que a raíz de tomar una decisión drástica su vida cambia y empieza a conocer sentimientos y sensaciones desconocidas hasta ese momento.
Es un testimonio atrevido. Escribir sobre sexo no es fácil siendo árabe y teniendo arraigadas unas creencias y unas costumbres que deben de perdurar por encima de lo personal, de los deseos y los sentimientos.
En el prólogo dice que es ante todo una historia de alma y carne, que versa sobre el amor y que llama a las cosas por su nombre... Un relato que levanta como una copa, a la salud de todas las mujeres árabes, para quienes recuperar la palabra confiscada en relación con el cuerpo equivale a curar a medias a sus hombres.
Badra es obligada por su familia a casarse con un hombre insensible y harta de las vejaciones a las que la somete y de las acusaciones de sus cuñadas por no poder tener hijos, decide escaparse y llega a Tánger, a casa de su tía. Allí conoce a Driss, un médico burgués, y junto a él descubre los placeres carnales y experimenta el amor sensual. Badra va relatando estas experiencias alternándolas con recuerdos de la infancia, adolescencia y con episodios de su frustrante experiencia conyugal. Así rompe el silencio de las mujeres árabes y habla sobre sexualidad, sueños eróticos y vida íntima.
Un fragmento:
¿La felicidad? Es hacer el amor por amor. Es el corazón que amenaza con reventar a fuerza de latir, cuando una mirada inenarrable se posa en tu boca, cuando una mano te deja un poco de sudor en el hueco de la rodilla izquierda. Es la saliva del ser amado que fluye por tu garganta, edulcorada, transparente. Es el cuello que se alarga, se libera de sus nudos y fatigas, deviene el infinito porque una lengua lo recorre en toda su extensión. Es el lóbulo de la oreja que pulsa como un bajo vientre. Es la espalda que delira e inventa sonidos y estremecimientos para decir “te amo”. Es la pierna que se levanta, aquiescente, las bragas que caen como una hoja en otoño, inútiles y molestas. Es una mano que se adentra en el bosque de los cabellos, despierta las raíces y las riega, pródiga, con su ternura. Es el terror de tener que abrirse y la increíble fuerza de ofrecerse, cuando todo en el mundo constituye un pretexto para llorar. La felicidad de Driss, erecto por primera vez dentro de mí, y cuyas lágrimas goteaban en el hueco de mi hombro. La felicidad era él. Era yo.
El resto sólo eran fosas comunes y vertederos.
diciembre 10, 2013
MARÍA ZAMBRANO
diciembre 07, 2013
noviembre 27, 2013
EL DESORDEN DE NOVIEMBRE, está en la calle.
La presentación será en Palma de Mallorca el día 28 de noviembre, librería La biblioteca de Babel
c/ Arabi 4, a las 20:00 hrs, con Jorge Espina.
Y en Madrid el día 2 de diciembre a las 19:30 hrs, en la librería Alberti, calle Tutor 57, con Juan Gracia Armendáriz.
A veces los milagros ocurren. Mil gracias a los dos.
Si os apetece pasaros estaré encantada de que me acompañeis. Será un lujo teneros a mi lado
Os dejo un poema:
El cenicero
Las colillas
se retuercen en el cenicero
entre papeles
y trozos de galleta donde Picasso
desdibuja.
El peso de la ceniza
mide las horas
arranca polvo
se abraza a un pulmón de acero
que espera
al camión de la basura.
María Jesús Silva
noviembre 22, 2013
Autopista
Malva Marina era la hija deficiente que Neruda no volvió a ver desde que la niña tuvo dos años. Murió en 1942 a los ocho años, y está enterrada en el cementerio de Gouda, en Holanda. Cuando en las vidas de las personas sucede algo que sobrepasa a su capacidad de asimilación, algo sobre lo que no se había pensado nunca (porque se consideraba impensable), la primera reacción es el rechazo, la huída. Yo tuve la suerte, en una situación parecida, de no poder huir. Neruda no tuvo esa suerte. Pero pienso que un día el poeta supo que amar no consiste en recibir sino, sobre todo, en dar. No hay nada en el mundo capaz de cerrar una herida como esta: la violencia de su silencio y de sus huidas creo que así lo confirman.
Joan Margarit
Una nota de su libro Cálculo de estructuras
noviembre 18, 2013
Elsa López (Guinea Ecuatorial, 1943). Catedrática y Doctora en filosofía. Ella dice: Llas palabras, para mí, son una vía para expresar la esencia de las cosas; para crear un discurso propio sobre la realidad en la que nos encontramos. Escribo sobre lo que no tengo. Escribo sobre lo que carezco o poseo en pequeñas medidas o en medidas desproporcionadas a mis deseos.Creo que las palabras se proyectan sobre los objetos o los sentimientos que nos rodean y, por lo tanto, son una fuente inagotable de riqueza. La intemporalidad de esos objetos y de esos sentimientos, configuran la magia de la escritura.'
Shankara era el
camino por el que te perdías.
El hombro sin espacios
por el que te enredabas a mi pelo mojado.
Shankara era encinas, las fosas de tu cuerpo,
mis besos sin medida mordiéndote la sangre.
mandarinas de oro cayendo en el asfalto
y tu sueño rendido a la luz de febrero,
mucho antes, quizás, de llegar a Shankara.
El hombro sin espacios
por el que te enredabas a mi pelo mojado.
Shankara era encinas, las fosas de tu cuerpo,
mis besos sin medida mordiéndote la sangre.
mandarinas de oro cayendo en el asfalto
y tu sueño rendido a la luz de febrero,
mucho antes, quizás, de llegar a Shankara.
**
Recuerdo el amor que me nacía al tiempo de la lluvia.
Recuerdo los baúles y las colchas de hilo,
las flores de lavanda volando por espacios abiertos y felices,
aquella despiadada multitud de grillos debajo de las lápidas,
y tus besos, pan y aceite, detrás de los postigos.
Recuerdo aquellos días cuando tú me besabas
tras las torres caídas del castillo y las olas.
Y recuerdo las noches naufragando tu cuerpo
en aquella penumbra universal del hambre.
Yo entonces era otra.
Pero no he renunciado ni al amor ni a la herida.
Recuerdo los baúles y las colchas de hilo,
las flores de lavanda volando por espacios abiertos y felices,
aquella despiadada multitud de grillos debajo de las lápidas,
y tus besos, pan y aceite, detrás de los postigos.
Recuerdo aquellos días cuando tú me besabas
tras las torres caídas del castillo y las olas.
Y recuerdo las noches naufragando tu cuerpo
en aquella penumbra universal del hambre.
Yo entonces era otra.
Pero no he renunciado ni al amor ni a la herida.
**
Me importaban un carajo
las mareas,
el aire que respiras
y ese montón de hormigas
que pisas al mirarme.
(A mí lo que me importan son tus piernas,
el tono algo inquietante de tu melancolía
y esa forma que tienes de quererme
cuando estás frente al mundo)
el aire que respiras
y ese montón de hormigas
que pisas al mirarme.
(A mí lo que me importan son tus piernas,
el tono algo inquietante de tu melancolía
y esa forma que tienes de quererme
cuando estás frente al mundo)
Elsa López
Antología Sharon Keefe Ugalde, 2007 En Voz Alta. Poesía Hiperión
noviembre 16, 2013
noviembre 13, 2013
La
forma de querer tú...
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
PEDRO SALINAS
noviembre 08, 2013
noviembre 05, 2013
Aquí. Hoy
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo.
(Soneto inédito o apócrifo de Borges)
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo.
(Soneto inédito o apócrifo de Borges)
noviembre 01, 2013
La Felicidad
Cuando
llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El regatón de
la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas diminutas. Los
árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo gris azulado,
transparente. El auto de línea paraba justamente frente al cuartel de la
Guardia Civil. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía frío.
Solamente una bombilla, sobre la inscripción de la puerta, emanaba un
leve resplandor. Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia, esperaban
la llegada del correo. Al descender notó crujir la escarcha bajo sus
zapatos. El frío mordiente se le pegó a la cara. Mientras bajaban su
maleta de la baca, se le acercó un hombre.
—¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico? —le dijo.
Asintió.
—Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle. Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.
—He de decirle una cosa, don Lorenzo.
—Usted dirá.
—Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.
—Pero, a mí me dijeron…
—¡Sí, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que no se pueden comprometer a dar de comer… Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas… Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni cocinar deben saber… Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así. —Bien, pero en alguna parte he de vivir…
—¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará…
Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!
—No se me altere… Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una pobre loca.
—¿Loca…?
—Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga… Por lo demás, es limpia, pacífica y muy arreglada.
—Pero loca… ¿qué clase de loca?
—Nada de importancia, don Lorenzo. Es que… ¿sabe? Se le ponen «humos» dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo… ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así, como se prepara!
La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.
—Bienvenido a esta casa —le dijo.
Su sonrisa era dulce. La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.
—Usted dormirá en el cuarto de mi hijo —explicó, con su voz un tanto apagada—.
Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito! Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles. El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas en un ángulo. La mujer cruzó las manos sobre el pecho:
—Aquí duerme mi Manolo —dijo—. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!
—¿Cuantos años tiene su hijo? — preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.
—Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos…!
Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:
—Perdone, ya me figuro: son las tonterías que digo… ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses. Desde entonces…
Se encogió de hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo: —Perdone, ¿le sirvo ya la cena?
—Sí, enseguida voy.
Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.
—Tengo vino… —dijo ella, con timidez—. Si usted quiere… Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.
—¿Qué hace su Manuel? —preguntó él. Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer —¿loca? ¿qué clase de locura sería la suya?— también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.
—Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avisado!. Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.
—Ya ve usted, mi Manolo…
Eran unos zapatos sencillos, nuevos, de ante gris.
—Muy bonitos.
—No hay cosa en el mundo como un hijo —dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja—. Ya le digo yo: no hay cosa igual.
Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.
—Ya ve usted —dijo Filomena, mirando hacia la lumbre—. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida. Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz. Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar… ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuándo aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego… Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena.Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer.
«Se está bien aquí —pensó—. No creo que me vaya de aquí.»
La mujer se levantó y retiró los platos.
—Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.
—Me gustará mucho conocerle —dijo Lorenzo—. De verdad que me gustará.
—Loca, me llaman —dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también—. Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!
—Locos son los otros —dijo Lorenzo, ganado por aquella voz—. Locos los demás.
Se levantó. La mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad —ancha, lejana, vaga— rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música.
A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta: —Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle…
Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:
—Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado… Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.
Le interrumpió, con sequedad:
—No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí. Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.
—¿Aquí? Lorenzo sintió una irritación pueril.
—¡Esa mujer no está loca! —dijo—. Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive…, sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad…
Atilano miró al suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo: —No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.
Ana María Matute
—¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico? —le dijo.
Asintió.
—Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle. Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.
—He de decirle una cosa, don Lorenzo.
—Usted dirá.
—Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.
—Pero, a mí me dijeron…
—¡Sí, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que no se pueden comprometer a dar de comer… Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas… Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni cocinar deben saber… Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así. —Bien, pero en alguna parte he de vivir…
—¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará…
Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!
—No se me altere… Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una pobre loca.
—¿Loca…?
—Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga… Por lo demás, es limpia, pacífica y muy arreglada.
—Pero loca… ¿qué clase de loca?
—Nada de importancia, don Lorenzo. Es que… ¿sabe? Se le ponen «humos» dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo… ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así, como se prepara!
La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.
—Bienvenido a esta casa —le dijo.
Su sonrisa era dulce. La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.
—Usted dormirá en el cuarto de mi hijo —explicó, con su voz un tanto apagada—.
Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito! Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles. El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas en un ángulo. La mujer cruzó las manos sobre el pecho:
—Aquí duerme mi Manolo —dijo—. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!
—¿Cuantos años tiene su hijo? — preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.
—Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos…!
Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:
—Perdone, ya me figuro: son las tonterías que digo… ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses. Desde entonces…
Se encogió de hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo: —Perdone, ¿le sirvo ya la cena?
—Sí, enseguida voy.
Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.
—Tengo vino… —dijo ella, con timidez—. Si usted quiere… Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.
—¿Qué hace su Manuel? —preguntó él. Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer —¿loca? ¿qué clase de locura sería la suya?— también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.
—Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avisado!. Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.
—Ya ve usted, mi Manolo…
Eran unos zapatos sencillos, nuevos, de ante gris.
—Muy bonitos.
—No hay cosa en el mundo como un hijo —dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja—. Ya le digo yo: no hay cosa igual.
Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.
—Ya ve usted —dijo Filomena, mirando hacia la lumbre—. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida. Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz. Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar… ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuándo aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego… Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena.Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer.
«Se está bien aquí —pensó—. No creo que me vaya de aquí.»
La mujer se levantó y retiró los platos.
—Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.
—Me gustará mucho conocerle —dijo Lorenzo—. De verdad que me gustará.
—Loca, me llaman —dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también—. Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!
—Locos son los otros —dijo Lorenzo, ganado por aquella voz—. Locos los demás.
Se levantó. La mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad —ancha, lejana, vaga— rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música.
A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta: —Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle…
Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:
—Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado… Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.
Le interrumpió, con sequedad:
—No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí. Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.
—¿Aquí? Lorenzo sintió una irritación pueril.
—¡Esa mujer no está loca! —dijo—. Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive…, sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad…
Atilano miró al suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo: —No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.
Ana María Matute
octubre 30, 2013
octubre 27, 2013
octubre 24, 2013
Un poema de John Lennon
“Nos hicieron creer que el “gran amor”, sólo sucede una vez,
generalmente antes de los 30 años.
No nos contaron que el amor
no es accionado, ni llega en un momento determinado.
Nos hicieron creer que cada uno de nosotros
es la mitad de una naranja, y que la vida sólo tiene sentido
cuando encontramos la otra mitad.
No nos contaron que ya nacemos enteros,
que nadie en nuestra vida merece
cargar en las espaldas
la responsabilidad de completarlo que nos falta.
Las personas crecen a través de la gente.
Si estamos en buena compañía es más agradable.
Nos hicieron creer en una fórmula llamada "dos en uno":
dos personas pensando igual,
actuando igual...
que era eso lo que funcionaba!
No nos contaron que eso tiene un nombre: anulación.
Que sólo siendo individuos con personalidad propia
podremos tener una relación saludable.
Nos hicieron creer que el casamiento es obligatorio
y que los deseos fuera de término, deben ser reprimidos.
Nos hicieron creer que los lindos y flacos son más amados.
Nos hicieron creer que sólo hay una fórmula para ser feliz,
la misma para todos, y los que escapan de ella
están condenados a la marginalidad.
No nos contaron que estas fórmulas
son equivocadas, frustran a las personas, son alienantes,
y que podemos intentar otras alternativas.
Ah, tampoco nos dijeron que nadie
nos iba a decir todo esto: cada uno lo va a tener que descubrir solito.
Y entonces,
cuando estés “enamorado de ti mismo"
podrás ser feliz y te enamorarás de Alguien.
Vivimos en un mundo
donde nos escondemos para hacer el amor
aunque la violencia se practica a plena luz del día."
John Lennon
octubre 21, 2013
octubre 18, 2013
octubre 15, 2013
¿Qué cuántos años tengo?
Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...
¡Qué importa éso!
Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen porqué decir: Eres muy joven... no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo. Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas...
Valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.
JOSÉ SARAMAGO
Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...
¡Qué importa éso!
Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen porqué decir: Eres muy joven... no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo. Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas...
Valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.
JOSÉ SARAMAGO
octubre 12, 2013
DOS poemas de VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ
ANIMALES PERDIDOS
No eran buenos tiempos.
Me acababa de separar de mi mujer
y había tenido que dejar mi casa en el campo
y alquilar un apartamento
en el extrarradio de la gran ciudad.
Escribía fumaba bebía
y de vez en cuando lloraba
al contemplar asomado a la ventana
la desolación del paisaje:
los bloques inhóspitos de hormigón en la niebla
el cansancio en los ojos de los transeúntes
y el tráfico ensordecedor de la gran avenida.
Por primera vez en 40 años
me encontraba solo en la tierra.
R, la vecina del 6º,
adoptaba animales perdidos.
Se había quedado viuda hacía 2 años
y recogía por la calle
perros vagabundos y enfermos.
Uno de ellos, N, carecía de extremidades
y estaba inmovilizado y ciego.
R le había construido
una especie de cuna acolchada
y le daba en ella de comer con los dedos.
Algunas noches N, agitado en sus sueños,
se caía de su lecho
e incapacitado para cualquier movimiento
aullaba desesperadamente
hasta que R se levantaba
y le volvía a colocar en la cesta.
Yo le escuchaba desde la soledad
de mi cuarto oscuro
y su aullido me desgarraba por dentro:
aquel sollozo infinito y lánguido y triste.
Tumbado en la cama,
incapaz de dormir,
fumaba un cigarro tras otro
y añoraba el norte perdido,
el calor y el rumbo perdido,
naufragando una y otra vez
en los mismos recuerdos.
No eran buenos tiempos:
nada me satisfacía llenaba
todo me estremecía
todo me hacía llorar.
Por primera vez en 40 años
me encontraba solo en la tierra.
Y me gustara o no,
tarde o temprano,
también solo debería reanudar el camino.
JARDÍN INTERIOR
En una terraza
de unos 2 metros
cuadrados
frente
a la autovía
macetas con
tomates pimientos
cilantro maría
las plantas
de mi nuevo jardín.
Nada que ver
con el anterior
exuberante
y frondoso.
Pero todas
las mañanas
al despertarnos
lo regamos juntos.
Y está
dando frutos.
Vicente Muñoz Álvarez
De su libro ANIMALES PERDIDOS
Editorial Baile del Sol
octubre 08, 2013
HISTORIA DE UNA HORA
Sabiendo que la señora Mallard padecía del
corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la
muerte de su marido.
|
Fue su
hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e
insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de
su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien
se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia
del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la
lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para
asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había
precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y
considerado, diera la triste noticia.
|
Ella no
escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con
paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se
echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su
hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación,
sola. No quiso que nadie la siguiera.
|
Frente a
la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por
el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su
espíritu, se hundió en él.
|
En la
plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando
por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el
delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba
sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que
alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los
aleros.
|
Retazos
de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana,
en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.
|
Se
sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi
inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía,
como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en
sus sueños.
|
Era
joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban
contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión
opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de
cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien
ensimismamiento.
|
Sentía
que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No
lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía
surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos,
los aromas y el color que impregnaban el aire.
|
Su
pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se
aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan
débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos.
Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita.
La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y
la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus
ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y
el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.
|
No se
detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una
percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como
algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y
frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre
la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá
de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar
que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la
bienvenida.
|
No
habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría
las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la
suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen
tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la
intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos
delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo
consideraba.
|
Y a
pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué
importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar
frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más
poderoso de su ser!
|
"¡Libre, libre en cuerpo y alma!" continuó susurrando.
|
Josephine,
arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la
cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta,
te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo,
Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”
|
“Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.
|
Su
imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella:
días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo
suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y
pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la
vida pudiera durar demasiado!
|
Por fin
se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía
los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una
diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas
descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.
|
Alguien
intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un
poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas.
Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que
había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante
grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su
esposa no lo viera.
|
Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón -de la alegría que mata.
KATE CHOPIN
|
octubre 05, 2013
Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar en el que tus huesos y los mios sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas rotas, tu pecho.) Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente.
John Berger
De su libro Páginas de la herida
Imagen de la web cristales de fosfato de calcio
octubre 01, 2013
Desde niña he sido mala,
con el corazón helado y difícil. Recuerdo su rostro y su pequeño cuerpo asomado
a la ventana del hospital. Agitaba la mano para saludarme y sonreía despeinada
y pálida, y gritaba desdentada, ‘hermana, hola hermana’. Yo saludaba con
desgana, con el gesto hastiado y enseguida miraba hacia otro lado para que me
dejara en paz, para no seguir viendo esos ojos que me atrapaban como un hilo
cosido con fuerza y con ternura. En aquella ventana vive una parte de nosotras,
de ahí jamás regresamos enteras.
MARÍA JESÚS SILVA
Fotografía: ROBERTO HERRERO
Fotografía: ROBERTO HERRERO
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