agosto 07, 2009

WOLFGANG BORCHERT


Wolfgang Borchert, clásico indiscutible de la literatura alemana, nació en Hamburgo en 1921. Fue detenido por la Gestapo, que lo acusaba de haber escrito poemas subversivos. Llamado a filas, combatió en Rusia y se le imputó haberse disparado en un dedo para eludir su participación en la Segunda Guerra Mundial. Enfermó de hepatitis y difteria; ingresó en un hospital. En 1944 fue encarcelado en una prisión de Moabit. Murió a los 26 años en una clínica de Basilea.

Un relato breve:

VAMOS, JIRAFA, QUÉDATE

Él estaba sobre el andén azotado por el viento ululante, vacío en la noche, dentro del vestíbulo espacioso, cubierto de gris hollín, solo a la luz de la luna. De noche, las estaciones vacías del ferrocarril son el fin del mundo, desiertas, privadas de sentido. Y vacías. Vacías, vacías, vacías. No obstante, si continúas la marcha estarás perdido.
Entonces estarás perdido. Puesto que las tinieblas tienen una voz espantosa. No te librarás de ella y ella te someterá en un instante. Caerá sobre ti con el recuerdo… del crimen que cometiste ayer. Y caerá sobre ti con el presentimiento del crimen que cometerás mañana. Y hará crecer en ti un grito: un grito de pez nunca oído del animal solitario sojuzgado por su propio mar. Y el grito desgarrará tu cara y creará en ella tales hoyos llenos de miedo y de peligro coagulado que los demás se aterrarán. Así de mudo es el grito terrible de las tinieblas del animal solitario en su propio mar. Y subirá como la marea y susurrará amenazando con alas sombrías como la resaca. Y siseará deshaciéndose como agüilla espumosa.
Él estaba en el fin del mundo. Las frías y blancas farolas arqueadas eran inclementes y todo lo dejaban desnudo y lastimoso. Pero detrás de ellas crecían unas tinieblas terribles. Ningún negro era tan negro como las tinieblas en torno a las lámparas blancas del andén vacío en la noche.
He visto que tienes cigarrillos, dijo la muchacha con la boca demasiado roja en la cara pálida.
Sí, dijo él, me quedan algunos.
Entonces, ¿por qué no vienes conmigo?, susurró ella de cerca.
No, dijo él, ¿para qué?
Tú no sabes cómo soy, dijo, y se puso a olisquearlo.
Pues sí, respondió él, como todas.
Eres una jirafa, tan alto, ¡una jirafa tozuda! ¿Acaso sabes qué aspecto tenía yo, eh?
Hambrienta, dijo él, desnuda y pintada. Como todas.
Eres alto y bobo, jirafa, soltó ella una risita desde cerca, pero tienes pinta amable. Y tienes cigarrillos. Chaval, ven, es de noche.
Él la miró. Bueno, se rió, recibirás los cigarrillos y yo te besaré. Pero si toco tu vestido, entonces ¿qué?
Entonces me pondré roja, dijo ella, y a él le pareció malvada su sonrisa.
El jaleo de un tren de mercancías cruzó el vestíbulo. Y se interrumpió de golpe. Su tenue farol de cola se hundió, desdibujándose tímidamente, en la oscuridad. El tren había pasado dando sacudidas, gimiendo, rechinando, traqueteando. Entonces, él se fue con ella.
Hubo luego menos caras y labios. Pero todas las caras sangran, pensó él. Sangran por la boca y las manos sostienen granadas. Pero entonces él probó el maquillaje y la mano de ella se aferró a su brazo delgado. Hubo, a todo esto, suspiros y un casco de acero cayó y un ojo se quebró.
Te mueres, gritó él.
Morir, se regocijó ella, eso sí que estaría bueno, eh.
Volvió a llevarse el caso de acero a la frente. Su pelo oscuro brillaba lacio.
Tu pelo, susurró él.
¿Te quedas?, preguntó ella en voz baja.
Sí.
¿Mucho tiempo?
Sí.
¿Para siempre?
Tu pelo huele a ramas mojadas, dijo él.
¿Para siempre?, volvió a preguntar ella.
Y luego, desde la distancia: un grito grande, grueso, que se acercaba. Grito de pez, grito de murciélago, grito de escarabajo. Grito bestial, nunca oído, de locomotora. ¿Daba tumbos en las vías el tren lleno de miedo por ese grito? Un grito nunca percibido, nuevo, verdiamarillo, bajo constelaciones palidecidas. ¿Se estremecían las estrellas a causa de ese ruido?
Él abrió entonces la ventana de golpe, de modo que la noche le agarró con sus manos frías el pecho desnudo, y dijo: Tengo que seguir.
¡Quédate, jirafa! La boca de ella relucía con un rojo enfermo en la cara blanca.
Pero la jirafa se fue zanqueando con pasos que resonaban sordos sobre el pavimento. Y a su espalda se hundía la calle color gris de luna, enmudecida en su soledad pétrea. Las ventanas tenían aspecto de ojos de reptil muerto, como vidriadas por un aliento lechoso. Las cortinas, párpados en sueño pesado, respirando en secreto, ondeaban levemente. Oscilaban. Oscilaban blancas, blandas, haciéndole a él melancólicas señas de despedida por detrás.
El batiente de la ventana maulló. Y ella sintió frío en el pecho. Cuando él volvió la mirada, había detrás del vidrio una boca demasiado roja. Jirafa, lloraba.

WOLFGANG BORCHERT
Relato incluido en Obras completas (Laetoli; Pamplona, 2007).
Traducción: Fernando Aramburu.
Imagen: el mundo.es

No hay comentarios :