mayo 14, 2009

Ítaca

Navego a gran velocidad. Puedo sentirlo en los rebotes de mi cuerpo. Los ojos cerrados. Me dejo mecer por el vaivén que me eleva y me hace descender hasta el recuerdo de mi padre contándome la historia de Ulises, perdido en un mar durante años. Castigado. La brisa me llega con sabor salado, ácido. Vueltas... murmullos. Quizá navego cerca de la isla de las Sirenas y sus cantos melodiosos me cautiven y me alejen del rumbo. Algo en la cara me aprieta. En la garganta siento presión, no puedo tragar, oigo un silbido “ssssffff”. Otra vez las olas me suben, me bajan. Mi padre dijo que yo tendría que descubrir si Penélope amaba a Ulises. Mi brazo se mueve como una marioneta que alguien maneja. Lo agarran, lo aprietan, lo pinchan... Un líquido frío y viscoso rellena los surcos azules. Ulises visitó el país de lestrigones, donde la noche y la mañana están tan cerca que se saludan cada día ¿o es cada noche? Tengo frío, mucho frío. Mis piernas me abandonan, huyen hacia una barca que se acerca entre la niebla. Reconozco a Caronte en busca de almas. Mis piernas suben a su barca y se instalan cómodamente. Me elevo en las olas de este mar violeta. A lo lejos diviso un bosque, Perséfone hace señas para que nos acerquemos al país de Hades. Ulises arribó y le auguraron que todavía no estaba en el mar correcto. Pobre Ulises, vagando tan lejos de su isla. Tampoco yo sé si acabaré este viaje, ni a dónde conduce este viento que sopla a ratos despacio, a ratos alocado, acaso Éolo esté jugando. Mis párpados se abren ante el destello de una luz blanca, será el faro de alguna costa cercana. Los faros nunca duermen. Alguien golpea mi cara. “Ya vuelve” -oigo susurrar-. Entonces mis piernas regresan sobre sus pasos y se fijan otra vez en mi cuerpo, abandonan la barca. El sonido del mar se aleja. El vaivén de las olas cesa. La luz del faro se apaga. Caronte me dice adiós, intento retenerle, le grito que tengo el óbolo para pagar el viaje. Se aleja. Un sonido seco y metálico me hace abrir los ojos. Una luz intermitente se posa en mis retinas. Me ofrece cobijo, “ya hemos llegado” -dice-. Noto como me elevan para salir de una cabina. Me mueven deprisa por pasillos y puertas que se abren hasta llegar a una sala donde me depositan bajo un foco grande y redondo. Una mano rápida me pone una mascarilla, oigo contar hacia atrás: “diez, nueve, ocho...” En la pared del fondo una postal grande, un mar calmado y violeta. Alguien navega hacía una isla con una luz blanca... ÍTACA.

Texto y foto: María Jesús Silva

1 comentario :

Anónimo dijo...

La muerte y tú... siempre tan unidas.
Vuelve pronto.
Aitana