Federico García Lorca dijo que Salvador Dalí (Figueras, 1904-1989) estaba “destinado al cumplimiento de una misión literaria”. Todavía permanecen mal divulgadas las páginas escritas por el pintor.
Un fragmento de su novela Rostros ocultos:
Exactamente a la una y media, Solange atravesó la puerta de hierro forjado que señalaba el límite de la pequeña arboleda de castaños; y cuando había recorrido la mitad de la senda, vio que la puerta de la casa se abría. Alguien había estado aguardando su llegada con el fin de que no se viera obligada a esperar entre la lluvia. Solange no habría deseado por nada de este mundo que la lluvia cesase. Aquella persistencia del tiempo sombrío y gris todo lo envolvía de un modo tan completo, que ella había vivido junto al conde de Grandsailles durante los tres últimos días en una especie de irrealidad y de ausencia de las horas. Al subir las escaleras, le pareció percibir el corazón en la garganta. Y se dijo: “¡Antes preferiría morir que dudar!” Pero sus pies parecían tener alas. Abrió la primera puerta de la izquierda por medio de un firme girar de la muñeca, entró en el tocador y volvió a cerrarla sin producir ningún ruido. Inmediatamente, se sintió ofuscada y rodeada de una lechosa luz blanca que se unía a una fragancia intensa y embriagadora. Las cuatro paredes de la estancia estaban adornadas de capullos de rosas. Aquel decorado, improvisado la misma mañana, era obra del famoso florista-decorador Grimiert, el jefe de ceremonias de los festivales oficiales de la temporada en “la Ville de París”. Las flores estaban sostenidas por un armonioso enrejado de cuerdas blancas y verdes que se cruzaban diagonalmente, salvaban las distancias de unas a otras paredes, y apenas eran visibles. Pero en cada una de las intersecciones estaba atado un lazo dorado, lo que proporcionaba al conjunto un aspecto de brillo de sol. Los mosaicos del suelo estaban recubiertos de una alfombra espesa y oscura de musgo que producía la ilusión de una superficie uniforme de terciopelo. La mesita del tocador se hallaba literalmente cubierta de rosas, y exactamente en el centro reposaba una resplandeciente joya que representaba una granada abierta, de oro y rubíes, escrupulosamente ejecutada, según la descripción del Rêve de Polyphile. Esta joya estaba acompañada de una plaquita enmarcada con perlas en la cual se hallaba escrita, también con perlas, una sola palabra: “Gracias”.
Solange, que solamente tardó un instante en prepararse, abrió la puerta de la habitación del conde, y todo se hundió en completa oscuridad; dio un paso hacia delante, y su pierna tropezó con el lecho; ágilmente, con una flexibilidad casi inmaterial, se tendió sobre las tirantes, suaves sábanas y permaneció inmóvil mientras intentaba sosegar la respiración, que semejaba rasgarle los costados. Se mantuvo inmóvil, con el rostro hacia lo alto y los brazos cruzados sobre el pecho, luchando por calmar el alboroto de sus sentidos, imponiéndose obstinadamente la idea fija de pensar tan sólo en su muerte; fue así como pudo, paso a paso, rechazar el placer que sentía tan próximo a los umbrales de su inmovilidad.
En la estancia podía oírse el incesante chocar de las ramas, que se producía en el exterior, unas contra otras, bajo el wagneriano suspiro del viento; la exasperación de las ramas hojosas pesadamente impregnadas de la lluvia, que golpeaban sistemáticamente contra las sombras indecisas de la ventana; el sonido latigueante de unas ropas mojadas… Cuando el reloj dio las dos, Solange se levantó con la ligereza de una pluma; pero reprimió su ímpetu inmediatamente y apoyó una rodilla en el borde del lecho durante unos pocos segundos antes de cerrar de nuevo la puerta tras de sí y de encender la luz que volvió a revelarle el tocador adornado de rosas con toda su blancura. Tan pronto como se hubo puesto las pieles, cogió la granada y la plaquita y las guardó en el manguito; y en el acto, tan rápidamente como si hubiera sido arrojada a través del espacio por el solo aliento de un hada, se encontró una vez más en su dormitorio en la rue de Babylone, en el lecho y llorando.
Inmediatamente después de la salida de Solange, el conde de Grandsailles encendió la luz de su dormitorio. Las ropas del lecho estaban imperceptiblemente alborotadas y conservaban la huella del cuerpo de Solange; y la irremediable ausencia de la mujer asaltó al conde, se adueñó de él y convirtió su deseo en una profunda aflicción, en el corazón de la cual comenzaron a batallar unos sentimientos contra otros en una lucha cruel. En primer lugar, sus prejuicios burgueses, repentinamente despiertos, condenaron severamente a Solange por haberle obedecido de manera tan diligente; y un instante después, el aguijón de su disgusto perforó dolorosamente la membrana, todavía intacta, de su estimación de aquella mujer que había necesitado tan pocos apremios para acceder a presentarse de aquel modo ante él. Pero el dolor estaba teñido del remordimiento de su juicio, acaso injusto, y fue seguido por una especie de infinita ternura que encontró libertad y expresión en unas lágrimas. Pues, aun en la completa oscuridad, el conde había percibido la presencia de Solange como la de una víctima humillada y martirizada.
SALVADOR DALÍ
Un fragmento de la novela Rostros ocultos (Plaza y Janés; Esplugues de Llobregat, 1989).
Un fragmento de su novela Rostros ocultos:
Exactamente a la una y media, Solange atravesó la puerta de hierro forjado que señalaba el límite de la pequeña arboleda de castaños; y cuando había recorrido la mitad de la senda, vio que la puerta de la casa se abría. Alguien había estado aguardando su llegada con el fin de que no se viera obligada a esperar entre la lluvia. Solange no habría deseado por nada de este mundo que la lluvia cesase. Aquella persistencia del tiempo sombrío y gris todo lo envolvía de un modo tan completo, que ella había vivido junto al conde de Grandsailles durante los tres últimos días en una especie de irrealidad y de ausencia de las horas. Al subir las escaleras, le pareció percibir el corazón en la garganta. Y se dijo: “¡Antes preferiría morir que dudar!” Pero sus pies parecían tener alas. Abrió la primera puerta de la izquierda por medio de un firme girar de la muñeca, entró en el tocador y volvió a cerrarla sin producir ningún ruido. Inmediatamente, se sintió ofuscada y rodeada de una lechosa luz blanca que se unía a una fragancia intensa y embriagadora. Las cuatro paredes de la estancia estaban adornadas de capullos de rosas. Aquel decorado, improvisado la misma mañana, era obra del famoso florista-decorador Grimiert, el jefe de ceremonias de los festivales oficiales de la temporada en “la Ville de París”. Las flores estaban sostenidas por un armonioso enrejado de cuerdas blancas y verdes que se cruzaban diagonalmente, salvaban las distancias de unas a otras paredes, y apenas eran visibles. Pero en cada una de las intersecciones estaba atado un lazo dorado, lo que proporcionaba al conjunto un aspecto de brillo de sol. Los mosaicos del suelo estaban recubiertos de una alfombra espesa y oscura de musgo que producía la ilusión de una superficie uniforme de terciopelo. La mesita del tocador se hallaba literalmente cubierta de rosas, y exactamente en el centro reposaba una resplandeciente joya que representaba una granada abierta, de oro y rubíes, escrupulosamente ejecutada, según la descripción del Rêve de Polyphile. Esta joya estaba acompañada de una plaquita enmarcada con perlas en la cual se hallaba escrita, también con perlas, una sola palabra: “Gracias”.
Solange, que solamente tardó un instante en prepararse, abrió la puerta de la habitación del conde, y todo se hundió en completa oscuridad; dio un paso hacia delante, y su pierna tropezó con el lecho; ágilmente, con una flexibilidad casi inmaterial, se tendió sobre las tirantes, suaves sábanas y permaneció inmóvil mientras intentaba sosegar la respiración, que semejaba rasgarle los costados. Se mantuvo inmóvil, con el rostro hacia lo alto y los brazos cruzados sobre el pecho, luchando por calmar el alboroto de sus sentidos, imponiéndose obstinadamente la idea fija de pensar tan sólo en su muerte; fue así como pudo, paso a paso, rechazar el placer que sentía tan próximo a los umbrales de su inmovilidad.
En la estancia podía oírse el incesante chocar de las ramas, que se producía en el exterior, unas contra otras, bajo el wagneriano suspiro del viento; la exasperación de las ramas hojosas pesadamente impregnadas de la lluvia, que golpeaban sistemáticamente contra las sombras indecisas de la ventana; el sonido latigueante de unas ropas mojadas… Cuando el reloj dio las dos, Solange se levantó con la ligereza de una pluma; pero reprimió su ímpetu inmediatamente y apoyó una rodilla en el borde del lecho durante unos pocos segundos antes de cerrar de nuevo la puerta tras de sí y de encender la luz que volvió a revelarle el tocador adornado de rosas con toda su blancura. Tan pronto como se hubo puesto las pieles, cogió la granada y la plaquita y las guardó en el manguito; y en el acto, tan rápidamente como si hubiera sido arrojada a través del espacio por el solo aliento de un hada, se encontró una vez más en su dormitorio en la rue de Babylone, en el lecho y llorando.
Inmediatamente después de la salida de Solange, el conde de Grandsailles encendió la luz de su dormitorio. Las ropas del lecho estaban imperceptiblemente alborotadas y conservaban la huella del cuerpo de Solange; y la irremediable ausencia de la mujer asaltó al conde, se adueñó de él y convirtió su deseo en una profunda aflicción, en el corazón de la cual comenzaron a batallar unos sentimientos contra otros en una lucha cruel. En primer lugar, sus prejuicios burgueses, repentinamente despiertos, condenaron severamente a Solange por haberle obedecido de manera tan diligente; y un instante después, el aguijón de su disgusto perforó dolorosamente la membrana, todavía intacta, de su estimación de aquella mujer que había necesitado tan pocos apremios para acceder a presentarse de aquel modo ante él. Pero el dolor estaba teñido del remordimiento de su juicio, acaso injusto, y fue seguido por una especie de infinita ternura que encontró libertad y expresión en unas lágrimas. Pues, aun en la completa oscuridad, el conde había percibido la presencia de Solange como la de una víctima humillada y martirizada.
SALVADOR DALÍ
Un fragmento de la novela Rostros ocultos (Plaza y Janés; Esplugues de Llobregat, 1989).
Foto: www.lovecolors.net
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