Isidore Ducasse, más conocido como el Conde de Lautréamont (Montevideo, 4 de abril de 1846 – París, 24 de noviembre de 1870), es una de las figuras más enigmáticas y brillantes de la literatura francesa. Era hijo de un diplomático. Los hermanos Gómez de la Serna (Ramón y Julio) divulgaron y tradujeron al español Los cantos de Maldoror. Los surrealistas franceses ensalzaron la breve obra (sólo dos libros) de Lautréamont. Convirtieron una frase de Ducasse en el lema del grupo: “Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”.
Un elogio de las matemáticas en Los cantos de Maldoror:
¡Oh severas matemáticas! No os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, penetraron en mi corazón, como una oleada refrigerante; aspiraba yo instintivamente desde la cuna a beber en vuestra fuente, más antigua que el sol, y sigo aún pisando el atrio sagrado de vuestro templo solemne, como el más fiel de vuestros iniciados. Había vaguedad en mi espíritu, un no sé qué espeso como humo; pero supe subir religiosamente las gradas que conducen a vuestro altar, y habéis disipado ese velo oscuro, como el viento disipa las humaredas. Colocasteis en su lugar una frialdad excesiva, una prudencia consumada y una lógica implacable. Por medio de vuestra leche fortaleciente, mi inteligencia se ha desarrollado rápidamente, tomando proporciones inmensas en medio de esa claridad arrebatadora que dais como presente, con prodigalidad, a los que os aman con un amor sincero. ¡Aritmética!, ¡Álgebra!, ¡Geometría!, ¡Trinidad grandiosa!, ¡Luminoso triángulo! ¡El que no os ha conocido es un insensato! Merecía sufrir los mayores suplicios porque hay algo de desprecio ciego en su ignorante despreocupación; pero el que os conoce y aprecia no desea ya los bienes terrenales; se contenta con vuestros goces mágicos, y transportado sobre vuestras alas sombrías, no desea ya más que elevarse en un vuelo ligero, construyendo una hélice ascendiente hacia la bóveda esférica de los cielos. La tierra no les muestra más que ilusiones y fantasmagorías morales; pero vosotras, ¡oh matemáticas concisas!, con el encadenamiento riguroso de vuestras proposiciones tenaces y la constancia de vuestras férreas leyes, hacéis brillar, ante sus ojos deslumbrados, un intenso reflejo de esa verdad suprema cuya huella se advierte en el orden del universo. Pero el orden que os rodea representado sobre todo por la regularidad perfecta del cuadrado, el amigo de Pitágoras, es aún más grande porque el todopoderoso se ha revelado por completo, personalmente y en atributos, en ese trabajo memorable que consistió en arrancar, de las entrañas de caos, vuestros tesoros de teoremas y vuestros magníficos esplendores. En los tiempos antiguos y en los modernos, más de una gran imaginación humana vio aterrado su genio ante la contemplación de vuestras figuras simbólicas trazadas sobre el papel llameante como otros tantos signos misteriosos, vivos con un hábito latente, que no comprende el vulgo profano y que no eran sino la revelación deslumbradora de axiomas y de jeroglíficos eternos, que han existido antes del universo y que le sobrevivirán. Pregúntase ella, inclinada sobre el precipicio de un signo de interrogación fatal, por qué las matemáticas contienen tantas grandezas imponentes y tanta verdad incontestable, en tanto que si las compara con el hombre, no encuentra en éste más que falso orgullo y falacia. Entonces ese espíritu superior entristecido y a quien la familiaridad noble de vuestros consejos para sentir más aún la pequeñez de la humanidad, y su locura incomparable, reclina su cabeza, encanecida, sobre una mano descarnada y permanece absorto en las meditaciones sobrenaturales. Se postra de rodillas ante vosotros y su veneración rinde homenaje a vuestro divino rostro como si lo rindiese a la propia imagen del todopoderoso. Durante mi infancia aparecisteis ante mí una pradera verdeante, en las orillas de un límpido arroyo, iguales las tres en gracia y en pudor, llenas las tres de majestad como unas reinas. Disteis unos pasos hacia mí con vuestro largo vestido, flotante como un vapor, y me atrajisteis hacia vuestros altivos senos, como a un hijo bendecido. Entonces acudí veloz, crispadas mis manos sobre vuestra blanca garganta. Me nutrí, reconocido, con vuestro maná fecundo y sentí que la humanidad se engrandecía en mí, tornándose mejor. Desde ese día ¡oh diosas rivales! no os he abandonado. Desde ese día, ¡cuántos proyectos enérgicos, cuántas simpatías, que creí haber grabado sobre las páginas de mi corazón como sobre mármol, no han desvanecido lentamente de mi razón desengañada, las líneas de su contorno, como el alba naciente desvanece las sombras de la noche! Desde ese día he visto a la muerte con la intención, visible a simple ojo, de poblar las tumbas, devastar los campos de batalla, cebados con sangre humana y hacer brotar flores matinales sobre las fúnebres osamentas. Desde ese día he asistido a las revoluciones de nuestro globo; los temblores de tierra, los volcanes, con su lava abrasadora, el simún del desierto y los naufragios de la tempestad han tenido mi presencia por espectadora impasible. Desde ese día he visto varias generaciones humanas elevar por la mañana sus alas y sus ojos hacia el espacio, con la alegría inexperta de la crisálida que saluda su última metamorfosis y morir al atardecer, antes de la puesta de sol, inclinada la cabeza, como flores marchitas que mece el silbido quejumbroso del viento. Pero vosotras permanecéis las mismas siempre. Ningún cambio, ningún aire pestilente roza las rocas escarpadas y los valles inmensos de vuestra identidad. Vuestras pirámides modestas durarán todavía más que las pirámides de Egipto, hormigueros levantados por la estupidez y la esclavitud. El fin de los siglos verá aún, de pie sobre las ruinas del tiempo, vuestras cifras cabalísticas, vuestras ecuaciones lacónicas y vuestras líneas esculturales, sentarse a la diestra vengadora del todopoderoso, en tanto que las estrellas se hundirán como desesperación, como trombas, en la eternidad de una noche horrible y universal y la humanidad, gesticulante, pensará en ajustar sus cuentas con el juicio final. Gracias por los servicios innumerables que me habéis hecho. Gracias por las singulares cualidades con que habéis enriquecido mi inteligencia. Sin vosotras, en mi lucha contra el hombre, hubiera podido ser vencido. Sin vosotras me hubiese hecho rodar por la arena y besar el polvo de sus pies. Sin vosotras con pérfida garra, habríame desgarrado la carne y los huesos. Pero he estado siempre en guardia como un atleta experto. Me proporcionasteis la frialdad que se desprende de vuestras sublimes concepciones, exentas de pasión. Me serví de ella para rechazar desdeñosamente los goces efímeros de mi breve viaje y para apartar de mi puerta los ofrecimientos amables, pero engañosos, de mis semejantes. Me inculcasteis la prudencia tenaz que se lee a cada paso en vuestros métodos admirables del análisis, de la síntesis y de la deducción. Me serví de ella para frustrar las arterias perniciosas de mi enemigo mortal, para atacarle a mi vez con destreza, y hundir, en las vísceras del hombre, un puñal agudo que permanecerá para siempre clavado en su cuerpo, porque es una herida de la que no se curará. Me disteis la lógica que es como el alma misma de vuestras enseñanzas, llena de sabiduría; con sus silogismos, cuyo complicado laberinto es por eso mismo más comprensible; mi inteligencia sintió aumentar en el doble sus audaces fuerzas. Con ayuda de ese terrible auxiliar descubrí en la humanidad, nadando hacia las costas, frente al arrecife del odio, la maldad negra y horrorosa, sumida en medio de miasmas deletéreos, admirándose el ombligo. Fui el primero en descubrir, entre las tinieblas de sus entrañas, ese vicio nefasto ¡el mal! Superior en él al bien. Con este arma envenenada que me prestasteis, arrojé de su pedestal, levantado por la cobardía del hombre, ¡al propio creador! Rechinó los dientes y sufrió esta injuria infamante porque tenía por adversario a alguien más fuerte que él. Pero le dejaré a un lado, como un paquete de cordeles, con objeto de rebajar mi vuelo… El pensador Descartes hacía una vez la reflexión de que no se había construido nada sólido sobre vosotras. Era un modo ingenioso de dar a entender que el primer advenedizo no podía descubrir de buenas a primeras vuestro valor inestimable. En efecto, ¿hay algo más sólido que las tres cualidades principales ya enumeradas que se elevan, entrelazadas como una corona única, sobre el pináculo augusto de vuestra arquitectura colosal? Monumento que aumenta incesantemente con descubrimientos cotidianos, en vuestras minas de diamantes y con exploraciones científicas, en vuestros soberbios dominios. ¡Oh matemáticas santas, quiera dios que podáis, por medio de vuestro comercio perpetuo, consolar al resto de mis días de la maldad del hombre y de la injusticia del omnipotente!
LAUTRÉAMONT
Traducción: Julio Gómez de la Serna (completada por Manuel Serrat y Henriette Viguié). Guadarrama / Punto Omega; Madrid, 1982.
¡Oh severas matemáticas! No os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, penetraron en mi corazón, como una oleada refrigerante; aspiraba yo instintivamente desde la cuna a beber en vuestra fuente, más antigua que el sol, y sigo aún pisando el atrio sagrado de vuestro templo solemne, como el más fiel de vuestros iniciados. Había vaguedad en mi espíritu, un no sé qué espeso como humo; pero supe subir religiosamente las gradas que conducen a vuestro altar, y habéis disipado ese velo oscuro, como el viento disipa las humaredas. Colocasteis en su lugar una frialdad excesiva, una prudencia consumada y una lógica implacable. Por medio de vuestra leche fortaleciente, mi inteligencia se ha desarrollado rápidamente, tomando proporciones inmensas en medio de esa claridad arrebatadora que dais como presente, con prodigalidad, a los que os aman con un amor sincero. ¡Aritmética!, ¡Álgebra!, ¡Geometría!, ¡Trinidad grandiosa!, ¡Luminoso triángulo! ¡El que no os ha conocido es un insensato! Merecía sufrir los mayores suplicios porque hay algo de desprecio ciego en su ignorante despreocupación; pero el que os conoce y aprecia no desea ya los bienes terrenales; se contenta con vuestros goces mágicos, y transportado sobre vuestras alas sombrías, no desea ya más que elevarse en un vuelo ligero, construyendo una hélice ascendiente hacia la bóveda esférica de los cielos. La tierra no les muestra más que ilusiones y fantasmagorías morales; pero vosotras, ¡oh matemáticas concisas!, con el encadenamiento riguroso de vuestras proposiciones tenaces y la constancia de vuestras férreas leyes, hacéis brillar, ante sus ojos deslumbrados, un intenso reflejo de esa verdad suprema cuya huella se advierte en el orden del universo. Pero el orden que os rodea representado sobre todo por la regularidad perfecta del cuadrado, el amigo de Pitágoras, es aún más grande porque el todopoderoso se ha revelado por completo, personalmente y en atributos, en ese trabajo memorable que consistió en arrancar, de las entrañas de caos, vuestros tesoros de teoremas y vuestros magníficos esplendores. En los tiempos antiguos y en los modernos, más de una gran imaginación humana vio aterrado su genio ante la contemplación de vuestras figuras simbólicas trazadas sobre el papel llameante como otros tantos signos misteriosos, vivos con un hábito latente, que no comprende el vulgo profano y que no eran sino la revelación deslumbradora de axiomas y de jeroglíficos eternos, que han existido antes del universo y que le sobrevivirán. Pregúntase ella, inclinada sobre el precipicio de un signo de interrogación fatal, por qué las matemáticas contienen tantas grandezas imponentes y tanta verdad incontestable, en tanto que si las compara con el hombre, no encuentra en éste más que falso orgullo y falacia. Entonces ese espíritu superior entristecido y a quien la familiaridad noble de vuestros consejos para sentir más aún la pequeñez de la humanidad, y su locura incomparable, reclina su cabeza, encanecida, sobre una mano descarnada y permanece absorto en las meditaciones sobrenaturales. Se postra de rodillas ante vosotros y su veneración rinde homenaje a vuestro divino rostro como si lo rindiese a la propia imagen del todopoderoso. Durante mi infancia aparecisteis ante mí una pradera verdeante, en las orillas de un límpido arroyo, iguales las tres en gracia y en pudor, llenas las tres de majestad como unas reinas. Disteis unos pasos hacia mí con vuestro largo vestido, flotante como un vapor, y me atrajisteis hacia vuestros altivos senos, como a un hijo bendecido. Entonces acudí veloz, crispadas mis manos sobre vuestra blanca garganta. Me nutrí, reconocido, con vuestro maná fecundo y sentí que la humanidad se engrandecía en mí, tornándose mejor. Desde ese día ¡oh diosas rivales! no os he abandonado. Desde ese día, ¡cuántos proyectos enérgicos, cuántas simpatías, que creí haber grabado sobre las páginas de mi corazón como sobre mármol, no han desvanecido lentamente de mi razón desengañada, las líneas de su contorno, como el alba naciente desvanece las sombras de la noche! Desde ese día he visto a la muerte con la intención, visible a simple ojo, de poblar las tumbas, devastar los campos de batalla, cebados con sangre humana y hacer brotar flores matinales sobre las fúnebres osamentas. Desde ese día he asistido a las revoluciones de nuestro globo; los temblores de tierra, los volcanes, con su lava abrasadora, el simún del desierto y los naufragios de la tempestad han tenido mi presencia por espectadora impasible. Desde ese día he visto varias generaciones humanas elevar por la mañana sus alas y sus ojos hacia el espacio, con la alegría inexperta de la crisálida que saluda su última metamorfosis y morir al atardecer, antes de la puesta de sol, inclinada la cabeza, como flores marchitas que mece el silbido quejumbroso del viento. Pero vosotras permanecéis las mismas siempre. Ningún cambio, ningún aire pestilente roza las rocas escarpadas y los valles inmensos de vuestra identidad. Vuestras pirámides modestas durarán todavía más que las pirámides de Egipto, hormigueros levantados por la estupidez y la esclavitud. El fin de los siglos verá aún, de pie sobre las ruinas del tiempo, vuestras cifras cabalísticas, vuestras ecuaciones lacónicas y vuestras líneas esculturales, sentarse a la diestra vengadora del todopoderoso, en tanto que las estrellas se hundirán como desesperación, como trombas, en la eternidad de una noche horrible y universal y la humanidad, gesticulante, pensará en ajustar sus cuentas con el juicio final. Gracias por los servicios innumerables que me habéis hecho. Gracias por las singulares cualidades con que habéis enriquecido mi inteligencia. Sin vosotras, en mi lucha contra el hombre, hubiera podido ser vencido. Sin vosotras me hubiese hecho rodar por la arena y besar el polvo de sus pies. Sin vosotras con pérfida garra, habríame desgarrado la carne y los huesos. Pero he estado siempre en guardia como un atleta experto. Me proporcionasteis la frialdad que se desprende de vuestras sublimes concepciones, exentas de pasión. Me serví de ella para rechazar desdeñosamente los goces efímeros de mi breve viaje y para apartar de mi puerta los ofrecimientos amables, pero engañosos, de mis semejantes. Me inculcasteis la prudencia tenaz que se lee a cada paso en vuestros métodos admirables del análisis, de la síntesis y de la deducción. Me serví de ella para frustrar las arterias perniciosas de mi enemigo mortal, para atacarle a mi vez con destreza, y hundir, en las vísceras del hombre, un puñal agudo que permanecerá para siempre clavado en su cuerpo, porque es una herida de la que no se curará. Me disteis la lógica que es como el alma misma de vuestras enseñanzas, llena de sabiduría; con sus silogismos, cuyo complicado laberinto es por eso mismo más comprensible; mi inteligencia sintió aumentar en el doble sus audaces fuerzas. Con ayuda de ese terrible auxiliar descubrí en la humanidad, nadando hacia las costas, frente al arrecife del odio, la maldad negra y horrorosa, sumida en medio de miasmas deletéreos, admirándose el ombligo. Fui el primero en descubrir, entre las tinieblas de sus entrañas, ese vicio nefasto ¡el mal! Superior en él al bien. Con este arma envenenada que me prestasteis, arrojé de su pedestal, levantado por la cobardía del hombre, ¡al propio creador! Rechinó los dientes y sufrió esta injuria infamante porque tenía por adversario a alguien más fuerte que él. Pero le dejaré a un lado, como un paquete de cordeles, con objeto de rebajar mi vuelo… El pensador Descartes hacía una vez la reflexión de que no se había construido nada sólido sobre vosotras. Era un modo ingenioso de dar a entender que el primer advenedizo no podía descubrir de buenas a primeras vuestro valor inestimable. En efecto, ¿hay algo más sólido que las tres cualidades principales ya enumeradas que se elevan, entrelazadas como una corona única, sobre el pináculo augusto de vuestra arquitectura colosal? Monumento que aumenta incesantemente con descubrimientos cotidianos, en vuestras minas de diamantes y con exploraciones científicas, en vuestros soberbios dominios. ¡Oh matemáticas santas, quiera dios que podáis, por medio de vuestro comercio perpetuo, consolar al resto de mis días de la maldad del hombre y de la injusticia del omnipotente!
LAUTRÉAMONT
Traducción: Julio Gómez de la Serna (completada por Manuel Serrat y Henriette Viguié). Guadarrama / Punto Omega; Madrid, 1982.
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1 comentario :
Insisto, gracias Mª Jesús, cuando recalo en esta orilla, me quedo un buen rato, y el cursor baja y baja y baja...como la resaca.
Eres un manantial de agua dulce en pleno mar, una mano abierta a aprendices de algo, y un pozo -intuyo- que guarda su tesoro bien adentro.
Un beso
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