La escritora Catherine François (París, 1953) se licenció en Filología Francesa. En los años setenta se instaló en Madrid. Ha publicado los libros La ciudad infinita (Pre-Textos; Valencia, 1992), Caminos bajo el agua (Pre-Textos; Valencia, 1999) y L’arbre absent (Éditions du Pernoud; Ginebra, 2004). Estudiosa de la antigüedad china, tradujo al francés los sonetos de Garcilaso de la Vega. Reside en Madrid y Mallorca.
Un texto:
Tengo la costumbre de subir al tren como si entrase en un bar. Hay sitios en los que nada tiene el mismo sabor, el tiempo en ellos no me pertenece. Los últimos minutos se revuelven todavía en mi cabeza, vuelven a pasar en un desorden precipitado, impidiéndome pensar en el hecho inevitable que se impondrá en cuanto se eche a andar el tren: se han hecho cargo de mí, he entrado en una organización preparada para que fuerzas desconocidas se ocupen mí. La línea del tiempo es ahora la de los dos carriles. Me he quitado de encima todos los problemas, tengo una sensación de paredes de terciopelo rojo, límites agradables de tocar. Fuera todo está en movimiento, no puedo situarme más que en un frágil intervalo, oyendo los latidos de un corazón metálico: “me voy, me he ido…”. Si en la estación no era nadie, aquí puedo ser cualquiera, pero, en este espacio que tiene el color de las nieblas, mi elección, variando sin parar, tiene el mismo sentido que una apuesta menor sobre la hora de salida o de llegada. Este juego, sin embargo, va dejando lugar a otro, mucho después de que la movilidad haya disuelto la apuesta. Todas mis costumbres han desaparecido, menos la de deshacerse o dejarse llenar de ritmo puro. Miro por la ventana, como si me inclinase sobre un paraje desértico, para leer fragmentos de pensamiento incoherentes. Mi energía vital queda en suspenso entre una decisión y otra, entre un punto de partida que se diluye a lo largo del viaje y la llegada, todavía imprevisible. Me hundo un poco más en la indolencia -la mente se evapora, el cuerpo se abandona también al entumecimiento de los grandes fríos o los grandes calores-, cómodamente adormecida en el interior de un compartimiento estrecho, embriagada por la velocidad. ¿De dónde viene ese placer físico de no poder ya formular frases, sino de un clima y un ritmo que me dejan sin aliento? Las ideas, apenas concebidas, son retenidas por una memoria que se dispersa en el exterior. Esas impresiones sin fundamento ni lugar, después de todo, son las que hacen iguales al prisionero y al vagabundo.
CATHERINE FRANÇOIS
Traducción: Santiago Auserón.
Página del libro La ciudad infinita (Pre-Textos; Valencia, 1992)
Un texto:
Tengo la costumbre de subir al tren como si entrase en un bar. Hay sitios en los que nada tiene el mismo sabor, el tiempo en ellos no me pertenece. Los últimos minutos se revuelven todavía en mi cabeza, vuelven a pasar en un desorden precipitado, impidiéndome pensar en el hecho inevitable que se impondrá en cuanto se eche a andar el tren: se han hecho cargo de mí, he entrado en una organización preparada para que fuerzas desconocidas se ocupen mí. La línea del tiempo es ahora la de los dos carriles. Me he quitado de encima todos los problemas, tengo una sensación de paredes de terciopelo rojo, límites agradables de tocar. Fuera todo está en movimiento, no puedo situarme más que en un frágil intervalo, oyendo los latidos de un corazón metálico: “me voy, me he ido…”. Si en la estación no era nadie, aquí puedo ser cualquiera, pero, en este espacio que tiene el color de las nieblas, mi elección, variando sin parar, tiene el mismo sentido que una apuesta menor sobre la hora de salida o de llegada. Este juego, sin embargo, va dejando lugar a otro, mucho después de que la movilidad haya disuelto la apuesta. Todas mis costumbres han desaparecido, menos la de deshacerse o dejarse llenar de ritmo puro. Miro por la ventana, como si me inclinase sobre un paraje desértico, para leer fragmentos de pensamiento incoherentes. Mi energía vital queda en suspenso entre una decisión y otra, entre un punto de partida que se diluye a lo largo del viaje y la llegada, todavía imprevisible. Me hundo un poco más en la indolencia -la mente se evapora, el cuerpo se abandona también al entumecimiento de los grandes fríos o los grandes calores-, cómodamente adormecida en el interior de un compartimiento estrecho, embriagada por la velocidad. ¿De dónde viene ese placer físico de no poder ya formular frases, sino de un clima y un ritmo que me dejan sin aliento? Las ideas, apenas concebidas, son retenidas por una memoria que se dispersa en el exterior. Esas impresiones sin fundamento ni lugar, después de todo, son las que hacen iguales al prisionero y al vagabundo.
CATHERINE FRANÇOIS
Traducción: Santiago Auserón.
Página del libro La ciudad infinita (Pre-Textos; Valencia, 1992)
Foto tomada de la página web de la autora
2 comentarios :
No conocia a esta autora a pesar de ser tan fan de Paris. Gracias por el descubrimiento, me apunto sus libros.
Un abrazo súper.
Sonia, en su página web puedes encontrar más documentación de esta autora, tanto a nivel personal como de su obra publicada, pasate por allí.
Besos.
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