septiembre 04, 2009

YORGOS SEFERIS

Yorgos Seferis (Esmirna, 1900 – Atenas, 1971), diplomático de carrera que vivió en París y Londres, fue el primer escritor griego que consiguió el Premio Nobel de Literatura. Publicó tres volúmenes de ensayos, siete de diarios y una novela (Seis noches en la Acrópolis). En 1931, con Estrofa, comienza su obra poética.

Un poema en prosa:

NIYINSKI

Apareció mientras contemplaba en mi chimenea los tizones encendidos. Tenía en las manos una caja grande de cerillas rojas. Me la enseñó como los prestidigitadores que sacan un huevo de la nariz del que está sentado a nuestro lado. Sacó una cerilla, prendió fuego a la caja, desapareció detrás de una enorme llamarada y luego se plantó delante de mí. Recuerdo su sonrisa carmesí y sus ojos vidriosos. En la calle un organillo tocaba sin cesar la misma nota. No sé decir qué llevaba. Insistió en que pensara en un ciprés de púrpura. Paulatinamente sus brazos comenzaron a despegarse en cruz de su cuerpo tenso. ¿De dónde habían conseguido reunirse tantos pájaros? Se diría que los tenía escondidos debajo de sus alas. Revoloteaban con torpeza, con frenesí, con vehemencia; chocaban contra las paredes de la reducida habitación, contra los cristales y cubrían aturdidos el suelo. Sentía yo hincharse a mis pies un cálido colchón de plumas y latidos. Le miré con una fiebre extraña que se enseñoreaba de mi cuerpo como un fluido. Cuando terminó de levantar los brazos, cuando sus palmas se tocaron, dio un salto brusco, como si hubiera saltado la cuerda del reloj que tenía delante. Pegó en el techo, que resonó pesadamente con un sonido ce címbalo, alargó su mano derecha, agarró el cable de la lámpara, se balanceó un instante, se soltó y comenzó a dibujar con su cuerpo en medio de la penumbra el número 8. Esta visión me aturdió y me cubrí el rostro con las manos. Me restregaba la oscuridad sobre mis párpados, mientras seguía oyendo el organillo que aún continuaba en la misma nota y que luego paró bruscamente. Un viento súbito, helado, me golpeó. Sentía mis pies yertos. Oí además el tenue y aterciopelado sonido de una flauta e inmediatamente después un largo y ronco crujido. Abrí los ojos. Le vi inmediatamente apoyarse de puntillas en una bola de cristal en el centro de la habitación, sostenía en la boca una extraña flauta verde que manejaba con sus dedos como si fueran siete mil. Revivían entonces los pájaros con un orden extravagante, se elevaban, configuraban un tupido cortejo que se podía abrazar y salían hacia la noche por la ventana que, no sé cómo, estaba abierta. Cuando no quedó ya ni una sola ala, excepto un agobiante olor a caza, decidí mirarlo a la cara. No tenía rostro; sobre su cuerpo de púrpura, casi acéfalo, presentaba su mueca una máscara de oro, de esas que encontraron en las tumbas micénicas, con una barbita puntiaguda que rozaba el cuello. Intenté levantarme. No había hecho el primer movimiento, cuando un cataclismo, como si se hubiera venido abajo un montón de copas en medio de una marcha fúnebre. Su rostro apareció de nuevo, tal como lo había visto al principio, los ojos, la sonrisa y algo en lo que reparaba ahora por primera vez: la piel blanca, tirante por dos moños enteramente negros que le arrancaban por delante de las orejas. Intentó saltar, pero no tenía la agilidad de antes. Creo incluso que tropezó con un libro que por casualidad se había caído y se arrodilló con una rodilla sólo. Ahora podía observarlo con atención. Veía chorrear por los poros de su piel fina gotas de sudor. Me invadió cierto desaliento. Intenté explicarme por qué sus ojos me habían parecido tan extraños. Yo cerré los míos. Intentó levantarse, pero debía de resultarle tremendamente difícil porque parecía luchar por reunir toda su fuerza sin poder conseguir nada. Al contrario, dobló también la otra rodilla. Vi su piel blanca terriblemente pálida, como marfil amarillento y sus cabellos como sin vida. Aunque me hallaba ante una agonía, me daba la sensación de que se encontraba mejor, de que había conseguido dominar algo.
No bien había recobrado yo el aliento cuando le vi tirado en el suelo hundirse en una pagoda verde que hay dibujada en mi alfombra.

YORGOS SEFERIS
Poema incluido en el libro Poesía completa (Alianza; Madrid, 1986).
Traducción: Pedro Bádenas de la Peña.
Imagen: blogspot.com

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