Eloy Tizón (Madrid, 1964) ha publicado el libro de poemas La página amenazada (Arnao; Madrid, 1984), los volúmenes de relatos Velocidad de los jardines (Anagrama; Barcelona, 1992) y Parpadeos (Anagrama; Barcelona, 2006) y las novelas Seda salvaje (Anagrama; Barcelona, 1995), Labia (Anagrama; Barcelona, 2001) y La voz cantante (Anagrama; Barcelona, 2004).
Un relato:
TEORÍA DEL HUECO
Me gusta hacer agujeros. En la tierra. Pequeños. Estoy solo y hago agujeros. Pequeños hoyos de arena. Me gusta. Nadie me ve. Disfruto haciéndolos. Los hago con mis manos temblorosas. La tierra es blanda. Los hago. Quedan hechos. Ya está. Son agujeros.
No hago muchos agujeros. Cinco o seis al día. Siete como máximo. Los necesarios. No más. Con eso es suficiente. Me cuido. No me complico la vida. A mi edad, una cosa que he aprendido es que no se debe abusar de los placeres.
A veces pienso que debería hacer menos agujeros. No sé. Limitarme a dos o tres. O incluso menos. Puede que con un solo agujero, si consigo hacerlo perfecto, alcanzase. Qué alegría hacer eso, un solo agujero al día, pleno, rotundo, solar, como si bastase un solo círculo para colmar el aire de felicidad.
Hacer agujeros es mi pasión. Hacer agujeros no sirve para nada. Antes buscaba la fama. Ya no. Antes quería escuchar el aplauso de los hombres y la risa halagadora de las mujeres tintineándome en el oído. Ya no. Ahora huyo de la compañía de los demás seres vivos y de esa cosa como agrietada que hay en las ovaciones. En todas las ovaciones. En todas.
Si supiese cómo dejar de hacer agujeros, dejaría de hacerlos. Me retiraría. Pero existe algo más fuerte que uno que se llama vocación. Eso es lo malo. Tener una vocación es tener una obligación moral. De modo que hago agujeros. Si me preguntasen por qué los hago, no sabría qué contestar. Abriría la boca muy abierta y me quedaría callado. Pensativo. La boca es otro agujero. O me encogería de hombros. Hace tiempo que he olvidado cómo era eso de vivir sin agujeros. Llevo tanto tiempo aquí solo y perdido haciendo agujeros día y noche que no me imagino haciendo otra cosa. Ni dedicándome a otro oficio. Tapando agujeros, por ejemplo, no, no, no, ni se me ocurre pensarlo. Qué barbaridad. De ninguna manera. Yo no me veo tapando agujeros. Ni hablar. Es que no me parece lógico. Menuda tontería. Eso no tendría sentido.
Son tan bonitos los agujeros. Redondos. Son como lunas. Son como bocas. Bocas abiertas en la inmensidad de la tierra. Sedientas de luz y aire. La tierra respira a través de ellas. Y no hay dos agujeros iguales. Todo el tiempo son iguales y todo el tiempo distintos. Cambian. Se transforman ante tu mirada. Es como tocar un instrumento musical. Como tocar el piano. Como componer una sinfonía de huecos. Siempre se aprende algo nuevo. Algo sobre lo que tú eres.
A veces siento ganas de no hacerlos. Los agujeros, digo. Sentarme en una roca y descansar a la sombra de un cocotero como el resto de la gente. Como hacen mis vecinos y los hijos de mis vecinos y los hijos de los hijos de mis vecinos. Pero no puedo; yo no soy como ellos. Qué va. Todo lo contrario. Yo tengo otras inquietudes. Inquietudes artísticas y culturales. Filosóficas, digamos. Yo soy, a mi manera, un rebelde. Me gusta hacer agujeros. Ellos pasan a mi lado cuchicheando y ni siquiera los miro, no tengo tiempo, ocupado como está uno en la búsqueda del agujero ideal, ese que no existe, ese que, si existiese, significaría el final de la vida en general y del arte de hacer agujeros en particular.
Ya sea verano o invierno, todas las mañanas me levanto temprano, desayuno mi trozo de pan con mantequilla rancia, me visto con mi ropa de hacer agujeros y me lanzo a la calle, impaciente por superar mi propia marca. Tengo todo el día por delante. En casa nadie me espera. No tengo mujer ni hijos. Si los tuve o dejé de tenerlos alguna vez, en el pasado, es algo que no recuerdo y a estas alturas carece de importancia. He olvidado sus caras y sus nombres. En mi mente se abre un vacío que tiene forma de espacio en blanco. Sé que una vez me casé. Me casé con mi agujero.
Pero me canso. El mundo del agujero es cansado. Lo digo en serio. Requiere dedicación y paciencia. Mucha paciencia. Tanta, que a veces entran dudas. ¿Estaré haciendo lo correcto? “Ya has hecho suficientes agujeros”, me digo. “Tómate unas vacaciones”, me digo. “Deja que otros, más jóvenes que tú, más inexpertos que tú pero con fórmulas más modernas, renovadoras, con otro estilo, ocupen tu lugar y te releven es esto de taladrar la corteza terrestre”, me digo. Pero es hablar por hablar. Pura cháchara. Blablablá. Lo haría si pudiera. Pero no sé cómo. No sé cómo se consigue dejar de hacer agujeros. Ni siquiera sé si es posible. Ya ni recuerdo qué hacía yo cuando no hacía agujeros. En qué empleaba mi tiempo. Haría otras cosas, supongo, como estar triste o ser joven o hacer cola para algo.
El agujero te invade. El primer agujero es decisivo. Uno lo hace por juego, sin maldad, por ver si puede hacerlo. Y lo hace. El agujero está hecho. Queda bien. Sólido y firme. Es como si la tierra se desperezase poco a poco después de un largo letargo. Y te sonríe. El agujero inventa la primavera. El primer sorprendido eres tú. Una leve dulzura te empapa el alma. Y a partir de ese momento estás perdido. Buena la has hecho. Has despertado a la bestia. El primer agujero exige un segundo agujero, y éste un tercero, y así hasta el infinito, de modo que en una sola vida no hay días suficientes para tantos agujeros como quisieras hacer.
Los agujeros ejercen sobre ti una fascinación extrañísima. Bastante extraña. El agujero toma posesión de ti y te obsesionas. Comienzas a no comer, a no dormir por las noches, y a verlo todo en términos de agujero. Cuando un día, después de mucho tiempo desvelado, por fin cierras los ojos y te quedas dormido, lo primero que haces es soñar con agujeros. Toda la noche. Y a la mañana siguiente te notas raro. Como sensible. Y lo único que te calma es salir corriendo y hacer otro agujero. Para aplacar la ansiedad. Las ideas se te agolpan y tú notas un ruido en la cabeza: eso es pensar. Llegados hasta este punto, ya no tiene solución. Estás preso. Atrapado en tu propia jaula. Esclavo de tu propia destreza. Dominado. El agujero hará contigo lo que se le antoje. Estás a su servicio. Ya no hay remedio. Se sufre, pero también compensa. De tanto hacer agujeros, tienes cara de agujero. Sonrisa de agujero. Pelo de agujero. Piel de agujero. Te has convertido en aquello que adorabas. Las diferencias se borran. El agujero eres tú.
ELOY TIZÓN
Relato extraído del libro Parpadeos (Editorial Anagrama; Barcelona, 2006).
Un relato:
TEORÍA DEL HUECO
Me gusta hacer agujeros. En la tierra. Pequeños. Estoy solo y hago agujeros. Pequeños hoyos de arena. Me gusta. Nadie me ve. Disfruto haciéndolos. Los hago con mis manos temblorosas. La tierra es blanda. Los hago. Quedan hechos. Ya está. Son agujeros.
No hago muchos agujeros. Cinco o seis al día. Siete como máximo. Los necesarios. No más. Con eso es suficiente. Me cuido. No me complico la vida. A mi edad, una cosa que he aprendido es que no se debe abusar de los placeres.
A veces pienso que debería hacer menos agujeros. No sé. Limitarme a dos o tres. O incluso menos. Puede que con un solo agujero, si consigo hacerlo perfecto, alcanzase. Qué alegría hacer eso, un solo agujero al día, pleno, rotundo, solar, como si bastase un solo círculo para colmar el aire de felicidad.
Hacer agujeros es mi pasión. Hacer agujeros no sirve para nada. Antes buscaba la fama. Ya no. Antes quería escuchar el aplauso de los hombres y la risa halagadora de las mujeres tintineándome en el oído. Ya no. Ahora huyo de la compañía de los demás seres vivos y de esa cosa como agrietada que hay en las ovaciones. En todas las ovaciones. En todas.
Si supiese cómo dejar de hacer agujeros, dejaría de hacerlos. Me retiraría. Pero existe algo más fuerte que uno que se llama vocación. Eso es lo malo. Tener una vocación es tener una obligación moral. De modo que hago agujeros. Si me preguntasen por qué los hago, no sabría qué contestar. Abriría la boca muy abierta y me quedaría callado. Pensativo. La boca es otro agujero. O me encogería de hombros. Hace tiempo que he olvidado cómo era eso de vivir sin agujeros. Llevo tanto tiempo aquí solo y perdido haciendo agujeros día y noche que no me imagino haciendo otra cosa. Ni dedicándome a otro oficio. Tapando agujeros, por ejemplo, no, no, no, ni se me ocurre pensarlo. Qué barbaridad. De ninguna manera. Yo no me veo tapando agujeros. Ni hablar. Es que no me parece lógico. Menuda tontería. Eso no tendría sentido.
Son tan bonitos los agujeros. Redondos. Son como lunas. Son como bocas. Bocas abiertas en la inmensidad de la tierra. Sedientas de luz y aire. La tierra respira a través de ellas. Y no hay dos agujeros iguales. Todo el tiempo son iguales y todo el tiempo distintos. Cambian. Se transforman ante tu mirada. Es como tocar un instrumento musical. Como tocar el piano. Como componer una sinfonía de huecos. Siempre se aprende algo nuevo. Algo sobre lo que tú eres.
A veces siento ganas de no hacerlos. Los agujeros, digo. Sentarme en una roca y descansar a la sombra de un cocotero como el resto de la gente. Como hacen mis vecinos y los hijos de mis vecinos y los hijos de los hijos de mis vecinos. Pero no puedo; yo no soy como ellos. Qué va. Todo lo contrario. Yo tengo otras inquietudes. Inquietudes artísticas y culturales. Filosóficas, digamos. Yo soy, a mi manera, un rebelde. Me gusta hacer agujeros. Ellos pasan a mi lado cuchicheando y ni siquiera los miro, no tengo tiempo, ocupado como está uno en la búsqueda del agujero ideal, ese que no existe, ese que, si existiese, significaría el final de la vida en general y del arte de hacer agujeros en particular.
Ya sea verano o invierno, todas las mañanas me levanto temprano, desayuno mi trozo de pan con mantequilla rancia, me visto con mi ropa de hacer agujeros y me lanzo a la calle, impaciente por superar mi propia marca. Tengo todo el día por delante. En casa nadie me espera. No tengo mujer ni hijos. Si los tuve o dejé de tenerlos alguna vez, en el pasado, es algo que no recuerdo y a estas alturas carece de importancia. He olvidado sus caras y sus nombres. En mi mente se abre un vacío que tiene forma de espacio en blanco. Sé que una vez me casé. Me casé con mi agujero.
Pero me canso. El mundo del agujero es cansado. Lo digo en serio. Requiere dedicación y paciencia. Mucha paciencia. Tanta, que a veces entran dudas. ¿Estaré haciendo lo correcto? “Ya has hecho suficientes agujeros”, me digo. “Tómate unas vacaciones”, me digo. “Deja que otros, más jóvenes que tú, más inexpertos que tú pero con fórmulas más modernas, renovadoras, con otro estilo, ocupen tu lugar y te releven es esto de taladrar la corteza terrestre”, me digo. Pero es hablar por hablar. Pura cháchara. Blablablá. Lo haría si pudiera. Pero no sé cómo. No sé cómo se consigue dejar de hacer agujeros. Ni siquiera sé si es posible. Ya ni recuerdo qué hacía yo cuando no hacía agujeros. En qué empleaba mi tiempo. Haría otras cosas, supongo, como estar triste o ser joven o hacer cola para algo.
El agujero te invade. El primer agujero es decisivo. Uno lo hace por juego, sin maldad, por ver si puede hacerlo. Y lo hace. El agujero está hecho. Queda bien. Sólido y firme. Es como si la tierra se desperezase poco a poco después de un largo letargo. Y te sonríe. El agujero inventa la primavera. El primer sorprendido eres tú. Una leve dulzura te empapa el alma. Y a partir de ese momento estás perdido. Buena la has hecho. Has despertado a la bestia. El primer agujero exige un segundo agujero, y éste un tercero, y así hasta el infinito, de modo que en una sola vida no hay días suficientes para tantos agujeros como quisieras hacer.
Los agujeros ejercen sobre ti una fascinación extrañísima. Bastante extraña. El agujero toma posesión de ti y te obsesionas. Comienzas a no comer, a no dormir por las noches, y a verlo todo en términos de agujero. Cuando un día, después de mucho tiempo desvelado, por fin cierras los ojos y te quedas dormido, lo primero que haces es soñar con agujeros. Toda la noche. Y a la mañana siguiente te notas raro. Como sensible. Y lo único que te calma es salir corriendo y hacer otro agujero. Para aplacar la ansiedad. Las ideas se te agolpan y tú notas un ruido en la cabeza: eso es pensar. Llegados hasta este punto, ya no tiene solución. Estás preso. Atrapado en tu propia jaula. Esclavo de tu propia destreza. Dominado. El agujero hará contigo lo que se le antoje. Estás a su servicio. Ya no hay remedio. Se sufre, pero también compensa. De tanto hacer agujeros, tienes cara de agujero. Sonrisa de agujero. Pelo de agujero. Piel de agujero. Te has convertido en aquello que adorabas. Las diferencias se borran. El agujero eres tú.
ELOY TIZÓN
Relato extraído del libro Parpadeos (Editorial Anagrama; Barcelona, 2006).
Imagen: uca.es
1 comentario :
Excelente. Supremo, sencillo y complejo, impensado.
Publicar un comentario