Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957) es ensayista, traductor, poeta y novelista. Ha publicado los volúmenes de ensayos Atea bere erroetan bezala (Pamiela; Pamplona, 1987), O Tempora! O Mores! (Pamiela; Pamplona, 1989), Fisikaz Honatago (Pamiela; Pamplona, 1990), A este lado (Pamiela; Pamplona, 1993), El carro de heno (Pamiela; Pamplona, 1994), Paisaje con fisuras (Pre-Textos; Valencia, 1999), Los días de enmedio (Destino; Barcelona, 2002), Historia de las malas ideas (Destino; Barcelona, 2003), Pensamiento estoico (Edhasa; Barcelona, 2005) y La sentencia de las armas (A. Machado Libros; Madrid, 2007), así como las novelas Os quiero a todos (Pre-Textos; Valencia, 1997), Todo pasa (Siglo Veintiuno de España; Madrid, 2000) y Torralba (Martínez Roca; Barcelona, 2002), el libro-reportaje Sobre la marcha (Pre-Textos; Valencia, 1996), la biografía Baroja o el miedo (Península; Barcelona, 2001), el poemario Hortus botanicus (Gipuzkoako Kutxa; San Sebastián, 1988) y los cuentos Murtxanteko lapurrak (con Asun Arriazu; Pamiela; Pamplona, 1988) y Patziku Parranda (Pamiela; Pamplona, 1989).
Un fragmento de A este lado:
DEL DOLOR
A finales de 1755, un terremoto sacudió la ciudad de Lisboa y, con ella, las lúcidas y serenas mentes ilustradas de toda Europa. La catástrofe cuestionaba la teleología, la providencia y la infinita bondad divina. Voltaire, desairado por la incuria del dios maestro relojero, protestó mediante unas líneas medidas y rimadas a las que llamó Poème sur le désastre de Lisbonne, en ellas se quejaba también a Pope y Rousseau; después hizo viajar a Lisboa a Candide y, ya que Leibniz había dejado hacía tiempo le meilleur des mondes possibles, a su caricatura, el doctor Pangloss, para que sufrieran el desastre. No obstante, unos años después, decretó, desde la tranquilidad y la gloria de su feudo en Ferney, que, en este mundo, si tout n’est pas bien, tout est passable. De haber llegado a los cien años, habría conocido el Terror; ¿hubiese dicho, como Chamfort, que es preciso tener el corazón de bronce o reventar? Probablemente no; haría algo medido y rimado: quizá el Poème sur la Terreur. Siempre se avino muy bien con Leibniz y el doctor Pangloss: el mal no es nada, no es magnitud, sólo sfumato, contraste, degradación, modo, privación del bien.
La academia de Berlín había propuesto, en el mismo año en que la Providencia fue aparentemente desprestigiada por el terremoto, un concurso para determinar si era el sistema de Pope o el de Leibniz el que mejor probaba la fórmula “todo es bueno”. Kant escribió sus Reflexiones sobre el optimismo, allí aparece una de las consideraciones más lapidarias que se han hecho sobre el mal y el determinismo: “¿Sabe el que desea ser de otro modo que desea no ser en absoluto?”. Cuatro años más tarde, alejándose de Leibniz y Pope, concedía al mal la categoría de magnitud. Con todo, razones morales le impedían abandonar el racionalismo dogmático; seguía al lado de los maestros: la magnitud del mal aún era negativa.
El tortuoso discurrir demorado en meandros insólitos y laboriosos del texto de La crítica de la razón pura está trazado y guiado por la intención de dilucidar la diferencia entre las expresiones “con la experiencia” y “de la experiencia”. Kant no eligió el camino más corto, prefirió prolongar la tensión; sin duda, también él amó el deseo por encima de lo deseado. Pero el dolor seguía siendo ignorado; de magnitud negativa apenas ascendió a fenómeno.
Leibniz todavía vivió muchos años, y siguió hablando en las tibiezas cartográficas de Balmes. Desde Vic, conseguía ver la cuestión del mal en su cierta esencia: los enemigos de Dios magnifican la nimiedad, hacen ética falaz aferrándose a un punto de vista mezquino con ruines coordenadas históricas y geográficas, sólo desde el Todo se puede entender la Providencia.
El último interregno del dolor en la filosofía occidental acabó con Schopenhauer. Declaró, repitió, que la única magnitud positiva es la del dolor. Ni el placer ni la ataraxia se le oponen; son banales y descoloridos grados apenas definibles mediante la atenuación, siempre débil y descreída, de la sola magnitud, de la única vigilia cierta.
En las portadas de iglesias y pinturas medievales que representan el Juicio Final, el lado de los condenados es una exhibición de toda suerte de tribulaciones y tormentos; el tema es inagotable en sus variaciones. En el lado celestial, un tedio hierático empapa las figuras; parece que el artista no sabía llenar el espacio. La distribución geométrica de dolor y placer se revela desproporcionada: el placer resulta incapaz de preservar espacio ni tiempo alguno.
En cambio, el dolor no sólo sucede; él es el suceso.
¿Ha sucedido, pues, el dolor?
Melville cuenta cómo el oficial Stubbs fumaba sin pausa:
“Pues es sabido que este aire mundano, en mar o en tierra, se encuentra inficionado y saturado por las miserias sin nombre de los incontables mortales que han perecido alentándolo; y, tal como en épocas de peste se suele llevar ante la boca el pañuelo alcanforado, quizá el tabaco de Stubbs fuese una suerte de inmunizador de todas esas tribulaciones letales”.
No hay molécula de aire que no haya sido suspiro, grito o lamento, una y mil veces. Si el dolor fuese frío, hace muchas generaciones que el universo se hubiera inmovilizado; si fuese calor o fuerza, habría devorado todo; si fuese algo, nada habría fuera de su agujero negro. Mas, si fuese algo, cualquier suerte de magnitud, no dolería.
Posee inesperadas equivalencias: el menor hilo de aire que alguna vez haya sido afirmación, que haya transportado un “sí”, ha consumado y dado por válido todo el dolor. Una terminación nerviosa, una palabra, una sonrisa que no se nos dirige, una que sí, lo pueden hacer infamante hasta la aniquilación.
EDUARDO GIL BERA
Fragmento del libro A este lado (Pamiela; Pamplona, 1993).
Imagen: uklitag.com
Un fragmento de A este lado:
DEL DOLOR
A finales de 1755, un terremoto sacudió la ciudad de Lisboa y, con ella, las lúcidas y serenas mentes ilustradas de toda Europa. La catástrofe cuestionaba la teleología, la providencia y la infinita bondad divina. Voltaire, desairado por la incuria del dios maestro relojero, protestó mediante unas líneas medidas y rimadas a las que llamó Poème sur le désastre de Lisbonne, en ellas se quejaba también a Pope y Rousseau; después hizo viajar a Lisboa a Candide y, ya que Leibniz había dejado hacía tiempo le meilleur des mondes possibles, a su caricatura, el doctor Pangloss, para que sufrieran el desastre. No obstante, unos años después, decretó, desde la tranquilidad y la gloria de su feudo en Ferney, que, en este mundo, si tout n’est pas bien, tout est passable. De haber llegado a los cien años, habría conocido el Terror; ¿hubiese dicho, como Chamfort, que es preciso tener el corazón de bronce o reventar? Probablemente no; haría algo medido y rimado: quizá el Poème sur la Terreur. Siempre se avino muy bien con Leibniz y el doctor Pangloss: el mal no es nada, no es magnitud, sólo sfumato, contraste, degradación, modo, privación del bien.
La academia de Berlín había propuesto, en el mismo año en que la Providencia fue aparentemente desprestigiada por el terremoto, un concurso para determinar si era el sistema de Pope o el de Leibniz el que mejor probaba la fórmula “todo es bueno”. Kant escribió sus Reflexiones sobre el optimismo, allí aparece una de las consideraciones más lapidarias que se han hecho sobre el mal y el determinismo: “¿Sabe el que desea ser de otro modo que desea no ser en absoluto?”. Cuatro años más tarde, alejándose de Leibniz y Pope, concedía al mal la categoría de magnitud. Con todo, razones morales le impedían abandonar el racionalismo dogmático; seguía al lado de los maestros: la magnitud del mal aún era negativa.
El tortuoso discurrir demorado en meandros insólitos y laboriosos del texto de La crítica de la razón pura está trazado y guiado por la intención de dilucidar la diferencia entre las expresiones “con la experiencia” y “de la experiencia”. Kant no eligió el camino más corto, prefirió prolongar la tensión; sin duda, también él amó el deseo por encima de lo deseado. Pero el dolor seguía siendo ignorado; de magnitud negativa apenas ascendió a fenómeno.
Leibniz todavía vivió muchos años, y siguió hablando en las tibiezas cartográficas de Balmes. Desde Vic, conseguía ver la cuestión del mal en su cierta esencia: los enemigos de Dios magnifican la nimiedad, hacen ética falaz aferrándose a un punto de vista mezquino con ruines coordenadas históricas y geográficas, sólo desde el Todo se puede entender la Providencia.
El último interregno del dolor en la filosofía occidental acabó con Schopenhauer. Declaró, repitió, que la única magnitud positiva es la del dolor. Ni el placer ni la ataraxia se le oponen; son banales y descoloridos grados apenas definibles mediante la atenuación, siempre débil y descreída, de la sola magnitud, de la única vigilia cierta.
En las portadas de iglesias y pinturas medievales que representan el Juicio Final, el lado de los condenados es una exhibición de toda suerte de tribulaciones y tormentos; el tema es inagotable en sus variaciones. En el lado celestial, un tedio hierático empapa las figuras; parece que el artista no sabía llenar el espacio. La distribución geométrica de dolor y placer se revela desproporcionada: el placer resulta incapaz de preservar espacio ni tiempo alguno.
En cambio, el dolor no sólo sucede; él es el suceso.
¿Ha sucedido, pues, el dolor?
Melville cuenta cómo el oficial Stubbs fumaba sin pausa:
“Pues es sabido que este aire mundano, en mar o en tierra, se encuentra inficionado y saturado por las miserias sin nombre de los incontables mortales que han perecido alentándolo; y, tal como en épocas de peste se suele llevar ante la boca el pañuelo alcanforado, quizá el tabaco de Stubbs fuese una suerte de inmunizador de todas esas tribulaciones letales”.
No hay molécula de aire que no haya sido suspiro, grito o lamento, una y mil veces. Si el dolor fuese frío, hace muchas generaciones que el universo se hubiera inmovilizado; si fuese calor o fuerza, habría devorado todo; si fuese algo, nada habría fuera de su agujero negro. Mas, si fuese algo, cualquier suerte de magnitud, no dolería.
Posee inesperadas equivalencias: el menor hilo de aire que alguna vez haya sido afirmación, que haya transportado un “sí”, ha consumado y dado por válido todo el dolor. Una terminación nerviosa, una palabra, una sonrisa que no se nos dirige, una que sí, lo pueden hacer infamante hasta la aniquilación.
EDUARDO GIL BERA
Fragmento del libro A este lado (Pamiela; Pamplona, 1993).
Imagen: uklitag.com
2 comentarios :
Buen texto y buena recomendación
bxs
Baco, pues ya sabes, apúntale en la lista.
Besos
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